sábado, 21 de mayo de 2016

Yo también soy inmigrante y evado el Transantiago




El día que me siente junto a una señora racista que venga a descargar sobre mi cuerpo de trabajadora inmigrante la culpa ficticia de que una empresa del neoliberalismo no esté recibiendo las suficientes ganancias, ese día juro le recitaré a gritos mis razones:

Evado el Transantiago como evadiría el Metro de Caracas, el Transmilenio Bogotá o el Subte en Buenos Aires. Y lo haría con plena conciencia de que ante cualquiera de esas empresas, es la misma clase capitalista la que nos esquilma por sin distinto nacional.

Evado el Transantiago porque lo que me pagan por trabajar de lunes a sábado y dos domingos al mes es un salario mínimo, del cual se me descuentan cotizaciones a una AFP que habrá de dejarnos en la miseria a usted y a mí.

Evado el Transantiago porque si lo pagara, tendría que destinarle a Metro Sociedad Anónima el equivalente aproximado a un 20% de mi salario de trabajador inmigrante. Y yo pendeja no soy, ¿usted sí?

Evado el Transantiago porque si no lo hiciera, no alcanzaría a pagar el costo del arriendo del cuarto en el que duermo unas pocas horas antes de ir a trabajar cada día.

Evado el Transantiago porque con esos setecientos pesos le compro una marraqueta al trabajador que vende en la esquina y me voy desayunada a la pega.

Evado el Transantiago porque me niego a ser esclava enajenada de la clase capitalista que se enriquece cobrándonos por trasladarnos a los lugares en donde nos roba la vida.

Evado el Transantiago y lo seguiré haciendo, tal como lo hace el resto de la clase trabajadora en Chile que tiene plena conciencia de que los ladrones no somos los inmigrantes sino la clase dominante.

Evado el Transantiago porque defiendo mi salario.
Y eso, lo aprendí en Santiago.

viernes, 26 de junio de 2015

Yo canto a la diferencia



Este mi relato es una ofrenda a la conciencia
de mis compañeras de viaje en bus,
de mi compañero de viaje
y de quienes me han despedido
en las terminales


Antes del punto y la raya, moverse era lo común. Migrar no era ni un acto para presumir valentía ni una razón para la cursilería. Sólo tras la constitución de los estados-naciones, las fronteras, los pasaportes y visados se hicieron la norma. Quedamos así supeditados a los límites impuestos por las burguesías que se suceden en el poder y atendemos a ellos en nombre del escudo, la bandera, el himno o cualquier iconografía nacionalista promovida desde la escuela. Cantamos y lloramos una ficción nacional. Fuimos hijos de la tierra. Somos hijos del papel sellado.

Decidí partir. Por muchas razones partimos.
'Partimos para ver el otro lado de la aurora', canta el poeta árabe.

No planifiqué convertirme en migrante. Y sin embargo los eventos se sucedieron de modo que me vi con mi mochila y una almohada en la terminal de Rutas de América, en Caracas. A mi alrededor, hombres y mujeres, trabajadores todos, alistaban los últimos detalles para su embarque, besaban a quienes dejaban en la vorágine caraqueña y lloraban una partida tal vez definitiva a sus lugares de origen. La Venezuela de Chávez, que en un principio acogió tan bien a todo 'hermano latinoamericano' ya no anda tan bondadosa (ni con el propio ni) con el foráneo, ni siquiera con el que gusta del 'turismo revolucionario'. Por eso el hombre que va sentado a mi derecha se regresa a su Perú natal tras 20 años de trabajo en Venezuela. Siente que ya no puede estirar su salario de obrero para mantenerse y dar apoyo a la mujer y los hijos que deja. “Yo los mando a buscar en lo que me instale”, se promete en voz leve.

A mi izquierda viaja un hombre venezolano que irá a Quito -de paso- por razones que no alcanza a explicarme con certeza. Es un hombre de unos cincuenta y cinco años y me explica desde “el mérito de mi formación como ingeniero”, todo el descalabro de la industria eléctrica nacional. “La culpa es del chavismo -sentencia- que no atiende al principio de la meritocracia”. Mi ignorancia en lo que a la historia de la industria eléctrica se refiere es mucho mayor que yo, pero no desconozco los muchos casos de corrupción protagonizados y avalados por el chavismo que dieron al traste con diversas empresas e iniciativas colectivas. Pienso que el viaje promete ser largo y no quisiera lidiar con los efectos de un conflictivo debate sobre la meritocracia y su carácter principal a toda desigualdad social. Así que opto por escuchar sus razones y contener las líneas de expresión en mi rostro. El chavismo nos robó la razón a todos, en un momento u otro, en mayor o menor grado. ¿Quién puede afirmar que salió ileso del chavismo?

La guardia nacional bolivariana hizo bajar del bus a una mujer joven con documentos colombianos. Su 'falta' era no portar la tarjeta de vacunación, eso le argumentaron. Sin embargo, cuando la mujer volvió al bus y los pasajeros indagaron la causa del retraso que a todos nos afectaba, ella contestó: “Nada, que soy colombiana. Me habrán visto cara de guerrillera”. Esa misma muchacha nos contó que su infancia fue testigo de los horrores del desplazamiento. Tanto el ejército como la guerrilla llegaban a los pueblos sirviéndose de lo que estos producían, desde las legumbres hasta los hijos. Venezuela también expulsa a 'la hermana Colombia' entre eufóricos alaridos de xenofobia institucionalizada. ¿El Orinoco y el Magdalena se abrazarán entre canciones de selvas?

El señor Manuel pertenece a la flota Rutas de América. Por lo bajo, achicando el tono segundos antes festivo, este hombre nos cuenta-confiesa que sólo una vez en muchos años de viaje, la guerrilla colombiana detuvo un bus en tránsito por el 'atajo' que tomaba la empresa. “Nos bajaron a todos, nos dieron una charla y, rifle en mano, nos pidieron una colaboración voluntaria.” Quien ha sido tocado por las 'sutilezas' del autoritarismo, suele contarlo siempre en voz muy baja. Pero un día la palabra romperá nubes.

Antes de cruzar la frontera Colombia-Ecuador, sentí descender la sangre de mi útero. Fui al baño del puesto migratorio colombiano, pero la mujer que vendía papel higiénico frente al lugar me impidió la entrada. “No tengo dinero, pero necesito el baño con urgencia”, le dije sinceramente. Ella se atravesó en la puerta y me dijo: “Acá las cosas no son así. Si no paga, no entra”. “¿Y es que no es este un baño público?”, le repuse. “Es público, pero no gratuito”. Me sangró hasta la conciencia de clase. Llegué a Ecuador partida por la mitad.

“Últimamente vienen muchos compatriotas suyos. Por ese tema de las divisas”, me dice sonriente el dueño del hostel quiteño en el que decidí pasar la noche. Supongo que querrá saber si vengo por las mismas razones. Supongo que querrá ofrecerme algún lugar idóneo para 'raspar cupo'. Sólo entonces y como reacción defensiva de lo que tontamente considero íntegro, verbalizo mi verdad sin dolor alguno: Yo estoy emigrando.

El taxista que me llevó hasta la terminal de Quitumbe me habló del sueño integrador de Bolívar y dijo que le dolía mucho la situación de Venezuela, que era el momento justo para demostrar 'solidaridad latinoamericana'. “Los venezolanos acá son bienvenidos” dijo y dibujó para mí los más gratos panoramas que su imaginación pudiera brindar, “por si usted, mija, quisiera instalarse acá”. Si todos los discursos usaron la vocación solidaria de los pueblos para elevar al mismo tiempo promesas y traiciones, ¿cuántas otras vueltas dará la noria? ¿No será acaso el momento justo para comenzar a descreer para crear? ¿La solidaridad de los pueblos puede estar en consonancia con los intereses de las burguesías que nos gobiernan? Que ningún discurso 'latinoamericanista' nos estafe de vuelta. La integración que quieren los de arriba se llama IIRSA y a nosotros nos basta con sabernos hijos de un mismo despojo. Yo abracé la inocencia de Vinicio, el taxista quiteño, pero supe que ella no nos salvaría.

En el bus que parte de Lima hay una clara mayoría de migrantes colombianos. Entre ellos destaca una pareja de recién casados. Tienen la piel tan negra y brillante como el azabache y se les nota en constante nerviosismo. Una amiga de ellos se acerca a mí para conversar y no puede evitar hacer referencia a los jóvenes: “Tienen miedo de que no los dejen pasar. ¿Te has fijado cómo los miran?” Y sí, aquel par lograba arrastrar consigo las miradas de quienes poca negrura han visto en sus playas. La amiga colombiana, trabajadora de una empresa de diseño gráfico, me habló con dolor del racismo vivido en la región chilena: “Creen que una emigra porque se está muriendo de hambre y quieren tratarnos como a putas.” Entonces sentí que había cuota de exageración en aquella dolorosa exclamación. Luego me asomé a un 'Café con piernas', escuché hablar de 'las culombianas que colman las noches de Santiago', miré las crónicas del fútbol Venezuela Vs Colombia en la televisión pública chilena (Se trataba de medir qué cuerpos se ajustaban mejor al estereotipo aceptado, si el de las mujeres venezolanas o el de las colombianas) y constaté la asquerosa estereotipación de la mujer caribeña en el sur. Un racismo que sumado al sexismo, multiplica el hedor.

La mujer alta y delgada que trabaja de camarera regresa a Chile con los dos hijos que ocho meses atrás había dejado a cargo de la abuela en Colombia. Ahora que ha logrado estabilizarse, vuelve a ser la cuidadora de los suyos. En la mirada que deja reposar sobre sus niños hay algo de asombro conjugado con mucha ternura. A su niña le está cambiando el cuerpo y ya la escualidez empieza a cobrar redondeces. Y a su niño le cuesta serenar la angustia de un viaje tan largo. Además los agobia el mareo y el dolor de panza. Les ofrezco una manzana y la sonrisa es breve, de justa cortesía, como las palabras reverenciales de aquella tonada vecina.

Mientras pasábamos la costa peruana, una de mis compañeras de viaje verbalizó mi justo pensamiento: “¡Qué mar tan feo!” Juzgábamos así, con nuestros ojos caribe, las aguas que nos dieron a probar el más delicioso ceviche. Nadie es inmune al terruño. Ahora descendíamos del bus y quizá de tácito y común acuerdo ninguna se animaba a mirar el cielo para evitarnos el juicio. Sería el cielo de Santiago nuestro nuevo cobijo, con sus grises y sus chisgarabíses. Tendríamos, como la Violeta, que elevar un canto a la diferencia.

lunes, 24 de noviembre de 2014

Acoso callejero y Estado policial



La masa enardecida en hora pico me arrastró hasta el fondo del vagón. Cuando el tren emprendió su marcha y hube logrado hacerme de un espacio propicio, saqué mi libro y continué la lectura. Dejé de atender agudamente al texto para fijarme que el roce que sentía contra mis nalgas fuese sólo el del bolso de algún pasajero, de algún igual. No vi bolsos, pero tampoco actitudes sospechosas en los hombres que viajaban a mis espaldas, así que traté de retomar la lectura. No obstante, el roce continuó pasados unos minutos y esta vez lo dejé avanzar para corroborar mis sospechas. La mano se coló hasta rozar mi vulva y fue entonces cuando me volteé ya segura de la agresión y golpeé la espalda del infame, le arranqué los audífonos con los que fingía abstraerse de su entorno, lo insulté y le deseé una muerte violenta. Aunque grité para todo el vagón el porqué de mi arrebato, nadie se solidarizó conmigo. Todos me miraron como si yo fuese una desequilibrada y aquel hombre, la víctima indefensa de una loquita violenta.

Ese día lloré hasta llegar a la oficina en la que trabajaba. Cuando comenté lo que me había ocurrido recibí comentarios que iban desde “es lo normal, nos pasa a todas” a “eso te pasa por andar tan bonita”. Entonces sentí que el ultraje era continuado, que la agresión no paraba allí, porque resulta sumamente violento no encontrar solidaridad por parte de tus pares sino esa increíble tendencia a naturalizar las agresiones machistas o a considerarlas consecuencia de una provocación que causas por el simple hecho de ser mujer o tener determinados rasgos físicos o vestirte de cierto modo. No podía ser de otra manera, yo trabajaba en una oficina donde las agresiones machistas eran el pan de cada día porque la estructura organizativa y jerárquica estaba minada de vicios patriarcales. Llegado a ese punto, yo no sólo había sufrido “acoso callejero” sino algo mucho más complejo: yo había sido víctima de la violencia machista. Una violencia machista que ejerció no sólo el hombre que metió su mano entre mis piernas sino que ejercieron todos los pasajeros del vagón que optaron por desatender mi reclamo y mirarme con desprecio. Violencia machista que también ejercieron mis compañeras de la oficina al naturalizar aquel evento o al culpabilizarme por él. Queda perfectamente claro que a las mujeres jamás nos alcanzará con elevar consignas contra el llamado “acoso callejero” si no damos la pelea por desmontar toda una estructura de violencia patriarcal.

Pero, ¿cuál es la primera imagen que se viene a nuestras mentes cuando escuchamos la frase “acoso callejero”? Lo más seguro es que nuestro imaginario se colme de agresiones verbales a mujeres transeúntes por parte de los trabajadores de la construcción o, efectivamente, tocamientos no autorizados entre usuarios del transporte público. Lo cierto es que las consignas contra el acoso callejero casi siempre dejan de lado un análisis estructural de la violencia y se limitan a una perspectiva altamente clasista en donde el machismo del obrero, del trabajador que usa el metro, es el único que hay que combatir. Nada se dice del machismo institucional, del machismo que ejercen funcionarios, patrones, gerentes, militares. Sobre ese jefe de oficina que recluta mujeres jóvenes para manipularlas emocional y psicológicamente, llevarlas a su cama y hacerlas luego cómplices de actos de corrupción, nada se dirá en las protestas contra el acoso callejero. Las consignas contra el acoso callejero dejan de lado el necesario cuestionamiento sobre la violencia a la que son sometidas muchas mujeres trabajadoras, deja de lado la violencia sexista que afecta a la infancia, a la lesbiana por ser lesbiana, al gay por ser gay, al transexual por ser transexual. Reducir la lucha contra la violencia machista a la batalla contra el acoso callejero es un acto profundamente clasista que termina por desvirtuar la imagen del verdadero objetivo a destruir, que no es otro que el sistema capitalista patriarcal.

Los prejuicios clasistas que soportan muchas de las campañas contra el acoso callejero también permiten que surjan publicidades como la titulada “Hungry Builders” de Snickers, que básicamente asocia el comportamiento machista con el hambre de los trabajadores. O los “experimentos sociales” en los que una mujer “se disfraza de obrero” para piropear a hombres transeúntes. ¿Podemos las feministas libertarias ser partidarias de este tipo de razonamientos? Honestamente, no lo creo. Los prejuicios clasistas también dan pie al surgimiento de iniciativas como las de los vagones sólo para mujeres, que representan la certeza de que la convivencia popular en respeto es imposible y por tanto toca separarnos en el orden binario que impone la misma sociedad héteropatriarcal y capitalista que soporta la violencia que padecemos. Los prejuicios clasistas también permiten la policialización de los sistemas de transporte público, como es el caso del Transmilenio de Bogotá, en el que mujeres policías vestidas de civil asumen que “la idea es ser una tentación” para poder identificar, individualizar y judicializar a posibles agresores sexuales. ¿Acaso las mujeres debemos esperar que las fuerzas represivas de los Estados, instituciones inherentemente patriarcales, sean las que nos defiendan de agresiones machistas? ¿Esta lógica policial es coherente con las luchas que las mujeres elevamos desde una perspectiva feminista o será el acoso sexual callejero la excusa con la que los Estados pretenden agudizar sus mecanismos de control e intimidación contra la población y la clase trabajadora en especial (que es la que mayoritariamente usa el servicio de transporte público)?

Que nuestras consignas contra el acoso callejero estén siendo empleadas por los Estados para consolidar mecanismos represivos debería llamarnos a la revisión, pues resulta por lo menos sospechoso que de repente se destinen cuantiosas sumas de dinero para “combatir el acoso callejero”. ¿Quién determinó que las prioridades de las mujeres eran justamente esas? En el contexto latinoamericano las llamadas leyes “antiterroristas”, requisitos del FMI y el BM para garantizar confianza entre las burguesías, están sirviendo para avalar montajes contra luchadores sociales y criminalizar cualquier tipo de protesta. Incluso en países como Venezuela, en donde hay un gobierno que se dice socialista y que en algún momento gozó de un considerable apoyo popular, esta legislación fue aprobada y ha servido al gobierno para criminalizar las huelgas obreras, promover la infiltración de “informantes anónimos” y convalidar montajes judiciales. En Venezuela hay más de dos mil quinientos dirigentes campesinos, trabajadores, activistas comunitarios y luchadores judicializados gracias a esta ley. Las feministas latinoamericanas no podemos darnos el lujo de desatender esta realidad y avalar campañas o iniciativas que con la excusa de combatir el acoso callejero puedan servir para criminalizar a la clase trabajadora. Por eso es preocupante que en Chile, la directora ejecutiva del Observatorio contra el Acoso Callejero, María Francisca Valenzuela, se pronuncie en favor de las “brigadas anti-manoseos” de Transmilenio-Bogotá y sugiera que “claramente debería ser considerada por las autoridades del país” (1). ¿Acaso esta funcionaria desconoce todas las denuncias que han hecho las mujeres de su país contra las agresiones sexuales que han recibido por parte de Carabineros de Chile en el marco de protestas sociales? (2) Parece increíble que se pueda dar la espalda a la realidad en nombre de una campaña financiada por la ONU y la UE. ¿Increíble? Qué va… de lo que se trata es de mantener las subvenciones y los convenios empresariales, por supuesto.

Y de hecho, más recientemente la OCAC Chile se ha colocado sobre la palestra pública no sólo con la participación directa en la redacción de proyectos legislativos, sino en campañas que incentivan el consumo de los servicios prestados por empresas privadas que dicen estar al servicio de la lucha antipatriarcal otorgando a las mujeres “respeto y seguridad”. (3) Y así, al tiempo en que engorda la columna de ingresos de SaferTaxi, la OCAC garantiza su participación en la consolidación del Estado policial al dictar formación a las fuerzas represivas. En este sentido, el mismo carabinero que persigue a las mujeres inmigrantes que se buscan la vida en la calle vendiendo ensaladas, tejidos o sopaipillas… el mismo que otorga palizas bestiales a los hombres inmigrantes de la clase trabajadora cuando el color que llevan en la piel es demasiado oscuro para el sentido estético que legó el Pinochetismo… ese mismo carabinero podrá decirse al servicio del feminismo OCAC. (4)

Todas estas campañas promovidas por la institucionalidad burguesa se sustentan sobre la idea de que la mujer es un ser vulnerable y pasivo que demanda la protección de las fuerzas represivas del Estado. Por ello son funcionales al sistema capitalista y patriarcal y por ello debemos hacerles frente con ojo crítico y desmontar toda la carga opresiva que suelen traer consigo.

Lo que trato de acotar en estas líneas es que el tema de las agresiones machistas no debe dejar de lado una perspectiva de clase que nos permita profundizar en mecanismos de combate mucho más efectivos. Corresponde entonces cuestionar desde la raíz. Y la raíz siempre nos conmina a empinar el tallo. Somos las mujeres las que debemos garantizar nuestra propia defensa, nada debemos esperar de las instituciones represivas.

Las mujeres debemos tomar consciencia de nosotras y para nosotras. Cuando el cuerpo de una mujer es expuesto por vallas publicitarias bajo cánones sexistas, las expuestas somos todas. Cuando el cuerpo de una mujer es comprado para satisfacer apetencias sexuales, las compradas somos todas. Cuando el cuerpo de una mujer es violentado por el simple hecho de ser un cuerpo de mujer y ocupar un espacio público, las violentadas somos todas. Por ello, uno de los mecanismos colectivos de defensa que debemos comenzar a desarrollar tiene que ser bajo esta certeza. En la medida en que seamos solidarias las unas con las otras, que salgamos en defensa de la mujer que también somos, en esa medida iremos construyendo sólidas formas de resistencia ante el sistema héteropatriarcal. Que ninguna mujer naturalice la violencia contra otra mujer, que ninguna culpe a otra de portar “tentaciones” en su cuerpo. Ya basta de multiplicar el machismo estructural y ocupemos los espacios públicos con la determinación de la defensa.

Una disposición individual y colectiva para la defensa ante las agresiones machistas en todos los ámbitos del quehacer social tendría que garantizar el desarrollo de estrategias para la autodefensa. Confrontar al acosador es necesario. Sea el obrero de la construcción o el gerente patrón, ese hombre deberá recibir la solidez de nuestras miradas y la altivez de nuestras voces sin miedo. Deberá escucharnos decir en alta voz que su opinión sobre nuestros cuerpos no nos interesa, que sus actos han vulnerado nuestros espacios y que deberá crecerse en autocontrol si querrá convivir en sociedad. El machista ha sido educado para concebir a la mujer como un cuerpo que pasa. Y nuestro silencio evasivo no ayuda. Así que lo mejor será detenernos y hacernos escuchar. Las feministas no queremos “brigadas anti-manoseos”, pero estamos dispuestas a ser pandilla justiciera. Exigimos respeto y lo forjaremos por cuenta propia.



Notas




sábado, 12 de abril de 2014

El Manual Introductorio a la Ginecología Natural y su aporte a una Educación Sexual Autónoma



Pabla Pérez San Martín, joven mujer habitante de la región chilena, comenzó su labor hace siete años y partiendo de su experiencia y necesidades inmediatas. Se observó, indagó y tomó decisiones en función de recuperar la autonomía sobre su salud sexual. En ese camino se creció como investigadora y educadora de sí y de (nos)otras y logró sistematizar todo ese proceso en un libro que hoy se presenta bajo el título de Manual Introductorio a la Ginecología Natural. Que el instinto de Pabla asumiera un claro enfoque inductivo en la investigación, se complementó con el hecho de que ésta se desarrollase también de forma independiente, que no mediaran contra ella las camisas de fuerza que suele colocar la academia. Esto constituyó una garantía del compromiso de la autora para con su forma de construir el conocimiento que hoy nos comparte. Al reconocer eso, también nos corresponde dar cabida a un respeto profundo por el trabajo de esta compañera. Y casi siempre es así -no por vocaciones meritocráticas alternativas- sino precisamente porque este trabajo de Pabla logra conmover las fibras de nuestra experiencia personal:

Cursando yo el segundo año de secundaria, durante las clases de Educación para la Salud, mi profesor manifestó sentir asco por el tema de estudio que nos correspondía entonces (Método de Billings). Y como un nutrido grupo de estudiantes le acompañaran en su desagrado e incomodidad, el docente dio ‘materia vista’ y saltó hacia el siguiente contenido del programa de estudios. Recuerdo que en aquel momento uno de mis compañeros se dirigió especialmente a mí y a la compañerita a mi lado, e hizo un comentario soez en relación con nuestro flujo vaginal. Yo guardé silencio ante la agresión del docente, guardé silencio ante la agresión de mi compañero y a esos dos silencios sumé la vergüenza. Ambos agravios, ocurridos en un mismo día, marcaron durante mucho tiempo mi relación con mi cuerpo y sus procesos.

Fue a mis veinticinco años e interesada por vivir un consumo más responsable, que topé con las toallitas de tela como opción reutilizable de bajo impacto ambiental. Los cambios físicos y psicológicos que se sucedieron en mí tras esa experiencia de menstruar sobre tela, fueron tan conmovedores que decidí dedicarme a la confección y promoción de estas alternativas. Fue mientras hacía esto que se acercó Pabla a mis días.

En el marco de la 4ta Conferencia Internacional de Partería en Córdoba, Argentina, Pabla me obsequió su presencia en mi hogar. En esos momentos de compartir, ella puso en mis manos su libro. Me emocionó entonces incluso las texturas de aquella obra. Esa edición artesanal, autogestionada, imperfecta, me pareció simplemente hermosa. Me dediqué durante las horas siguientes a leer aquel libro. No lo hice con los afanes correctores de la docente-editora que puedo ser sino con la curiosidad maravillada de la niña a la que siempre se le negó la educación sexual. Fue sin dudas una lectura que activó experiencias previas, que me hizo cuestionar la formación recibida en mi hogar, en mi escuela, e incluso la forma en que asumía mi sexualidad en el marco de una vida en pareja que entonces experimentaba. Fueron horas de fortísimas y dolorosas reflexiones. A la mañana siguiente le dije a Pabla que aquel trabajo me había resultado admirable y ella ni sonrió siquiera, me miró incrédula y agradeció que si tenía correcciones, se las hiciera notar para sumarlas a una siguiente edición. Esa incredulidad de Pabla fue para mí respaldo de su labor verdaderamente comprometida con la profundización del estudio. Nada susceptible al halago, a las rendiciones del ego escritural, Pabla es una investigadora en el mayor sentido de la palabra.

El Manual Introductorio a la Ginecología Natural es un documento de enorme valía entre quienes sentimos la necesidad de superar los obstáculos que nos ha impuesto nuestra punitiva socialización y recuperar los conocimientos ancestrales que la vida occidental, urbana, nos ha arrebatado. No se trata, en absoluto, de que el libro otorgue todas las razones, todas las soluciones, no. El libro que Pabla nos ofrenda es apenas una amena invitación que logra movilizar todos nuestros esquemas, nos permite poner en duda nuestra formación y avanzar hacia un proceso de recuperación de nuestra salud y autonomía. Es, a su vez, un libro de consulta permanente que siempre nos llama para buscar entre sus páginas alguna receta para nuestra hermana, amiga, prima, conocida. Nos invita, constantemente, a socializarlo. Se reconoce parte de los fuegos que nos robaron, hojas que intentan devolvernos el corazón materno que nos arrancaron.

Son cuatro los pilares que -desde mi punto de vista- sostienen este libro maravilloso: El reconocimiento de la opresión patriarcal-capitalista sobre los cuerpos y la salud de las mujeres; la compresión del valor de una sana alimentación; el registro de la importancia de recuperar el conocimiento sobre nuestros cuerpos-procesos y las plantas medicinales; así como el respeto por la madre Tierra.

Según la autora de este Manual Introductorio a la Ginecología Natural, “cultural y genéricamente [las mujeres] hemos sido la negación y al mismo tiempo el miedo de una sociedad patriarcal-falocéntrica, que nos ha visto como un enemigo insurgente…” Esta afirmación posee asidero en una historia que también nos ha sido negada. Es la historia de una era matriarcal que fue arrasada por la emergencia de religiones patriarcales. Los símbolos que enaltecían el poder creador-transformador de las mujeres fueron condenados al olvido, criminalizados en su mínimo asomo. De la criminalización surge el miedo y por ello, cada iniciativa que tomemos por recuperar lo perdido (la lucha por la despenalización del aborto, por el poder decidir cómo, cuándo, dónde y con quién-es parir), tendrá que enfrentarse a los poderes de la Iglesia, de los Estados y del Mercado. Comprender esto es vital para, al decir de Pabla, “unirnos, desearnos y querernos como serpientes, como úteros que palpitan al sonido de la rebelión del gigante dragón que arrasará con este horrible sistema capitalista y patriarcal.”

También será entonces necesario hacernos cargo de lo que consumimos. Forjar una comprensión de nuestras necesidades más básicas: aire puro, agua cristalina, y alimentos libres de tóxicos. Comprender esto es una tarea urgente si de verdad deseamos construir nuestra autonomía desde los actos cotidianos. En este sentido, Pabla nos ratifica que somos lo que comemos y bajo ese criterio sugiere un consumo saludable, rico en vitaminas y minerales, libre de cafeína, nicotina, alcohol y azúcar refinado. Cuando asumimos que “lo natural es mejor”, corresponde ejercer ese criterio con la mayor prestancia posible.

Por otra parte, el estudio de nuestros cuerpos y sus procesos, en pro de que el conocimiento acumulado se desprenda de todas las falacias patriarcales, también viene a ser parte ineludible de un proceso de recuperación de la sabiduría ancestral arrebatada. Por eso Pabla nos invita desde las páginas de su libro a, primeramente, autoexplorarnos, hurgar nuestro cuerpo, saborearlo, olerlo y aprender a reconocerlo. Se trata, en este sentido, de aceptar que ese cuerpo que habitamos es también un territorio de lucha en el que debemos dar la pelea por merecernos. Se impone de este modo una reinterpretación de procesos como la menstruación, la menopausia, el parto y el aborto. También se incluye un estudio en torno al útero, cómo recuperar la sensibilidad en él y cómo tratar ciertas molestias que le aquejan. No podría faltar, por supuesto, un apartado en relación con la fertilidad y los métodos naturales para la anticoncepción, el placer y el tratamiento las enfermedades de transmisión sexual.

Finalmente, el libro de Pabla incluye un breve herbolario cuya introducción nos remite a una serie de sugerencias que nacen de una vinculación armoniosa con la naturaleza. Nos invita, entre otras cosas, a construir nuestro propio huerto de plantas medicinales y a informarnos sobre cada una de las plantas, su siembra, cultivo, recolección, propiedades y formas de uso.

Hasta aquí, el trabajo de investigación que contiene el Manual Introductorio a la Ginecología Natural se presenta como un valioso aporte a la construcción de un nuevo enfoque de la sexualidad femenina, un enfoque desprendido de la patologización y medicalización propias de la industria farmacéutica que financia y orienta la formación de los médicos con los que hoy contamos. Este trabajo, estamos seguras, continuará profundizándose no sólo gracias a la voluntad de su autora sino al intercambio nutritivo que ella pueda tener con las comunidades de mujeres indígenas, campesinas y trabajadoras que compartan las mismas ansias de volver al origen, de transitar este camino para hurgar en la raíz.