Los procesos de desterritorialización se agudizan cuando el capitalismo desespera por generar nuevas formas de acumulación. Las tensiones políticas dentro y fuera de los límites de los Estados-naciones pueden ser un termómetro de ese proceso, pero la consecuencia más dramática se materializa en el desplazamiento de las comunidades hacia otras geografías en donde estas puedan garantizar su existencia. Este desplazamiento implica, para quienes asumimos la identidad migrante, una serie de condicionamientos jurídicos y sociales que resultan altamente opresivos. Pero la sobreexplotación que los Estados imponen sobre los cuerpos migrantes cobra especial crueldad cuando se trata de cuerpos constituidos políticamente como femeninos.
Las mujeres que migramos para hallar territorios que nos permitan la subsistencia, lo hacemos muchas veces dejando hogares que tendrán que reformular sus relaciones. Los niños y ancianos que exigían nuestros cuidados tendrán que recibirlos ya de alguna otra mujer (hermana, prima) o quedarán a la deriva, pues ese rol muy pocas veces será asumido por un varón de la familia. Este proceso de reacomodación es lo que en economía feminista se ha denominado como crisis de los cuidados. Nosotras, por nuestra parte, deberemos hacer frente a nuevos conflictos. Los rasgos que antes no representaban mayor disputa en nuestros lugares de origen, ahora serán evidencia de una incómoda diferencia: nuestro tono de voz, nuestro color de piel, la textura de nuestros cabellos, nuestros rasgos faciales, volumen corporal, forma de vestir, gentilicio, etc.
Adicionalmente, el sistema cultural patriarcal, imperante en nuestras sociedades actuales, supone otras cadenas a nuestros cuerpos. Una mujer migrante es objeto de consumo para el capital y también para el macho masificado. El cuerpo de una mujer migrante se considera mercancía también para los puteros construidos por el sistema económico imperante. Por ello, las primeras ofertas de “trabajo” que se nos colocarán en frente serán las de puta, sea atendiendo una barra en minifaldas, bailando y desvistiéndonos en locales nocturnos o poniendo las piernas para que algún varón disfrute su “café”. Se acercarán varones ofreciendo un techo, alimentos, estabilidad, seguridad, protección, a cambio de nuestro cuerpo siempre disponible para su goce. Otros no elevarán ese paternalismo nefasto sino que se mostrarán meros depredadores, intentando servirse de nuestros cuerpos porque se sienten con el pleno derecho a hacerlo, porque cómo se nos ocurrió abandonar nuestra zona de seguridad, será que algo andamos buscando y la que busca, encuentra, ¿no?
Para las migrantes negras la explotación se multiplica más aún. Además de que sus cuerpos son empleados para la generación de plusvalía, además de que son hipersexualizados por el patriarcado imperante, además de ello, son más fácilmente desdeñados porque son cuerpos negros. El racismo estructural se materializa cotidianamente en la vida de una mujer negra migrante, desde que sube al transporte público para ir al lugar en el que le roban la vida, hasta que vuelve a su hogar empobrecido y marginal en el que la espera un hombre que canalizará en ella toda la violencia que también sobre él deposita el sistema.
Hoy muchas mujeres venezolanas hemos sido desplazadas por un reacomodo capitalista materializado en un conflicto político, económico y social que nos empujó a migrar. Muchas de nosotras llegamos a Chile sin apoyo alguno y a veces con la carga de los hijos, confiando en que el camino nos procuraría una nueva red de solidaridades, posibilidades de subsistencia y mejoras a nuestra calidad de vida, golpeada brutalmente por la lógica de la política patriarcal militarista. Atrás dejamos un país sumido en la más profunda crisis que haya conocido su historia y dejamos también nuestra entrañable geografía y nuestros más auténticos afectos. Desterritorializadas y solas, en una ciudad que nos ha recibido con el mote de “venesueltas” y que mira en nuestros cuerpos un objeto de disfrute y asume como “ligera y fácil” el menor gesto de nuestra cortesía, observamos impávidas cómo los medios de comunicación chilenos alientan ese prejuicio cosificador en una sociedad evidentemente racista. Las más vulnerables entre nosotras debemos lidiar con las consecuencias materiales de esa política.
El día 4 de noviembre de 2017, una joven mujer venezolana fue asesinada por su pareja en un departamento arrendado en la ciudad de Santiago. En una urbe plagada de edificios de paredes tan frágiles que se escucha hasta la respiración de tu vecina, ningún vecino fue capaz de alertar sobre el conflicto que se desarrollaba en el departamento en el que un femicida asentó sus puñaladas sobre el cuerpo de Susjes Mesías. Transcurrió apenas una semana cuando nos alcanzó la noticia de la violación de otra joven trabajadora venezolana que debió recibir en su cuerpo la violencia materializada de una estructura social podrida que mira en las mujeres migrantes, objetos de consumo y desecho. Esta mujer fue violada, quemada con aceite caliente y encerrada por un hombre que la hostigaba en su lugar de trabajo. Son realidades que nos alcanzan y con las que debemos lidiar cuando los Estados nos colocan en situación de mayor vulnerabilidad.
La violencia machista y racista de la sociedad chilena cobró su mayor expresión en agosto de 2017 con el asesinato por parte del Estado de Joane Florvil, quien fue apresada y separada de su bebé acusada de abandono en un contexto en el que ella era víctima de un robo y su no dominio del idioma español fue la excusa perfecta para que las fuerzas represivas hicieran de ella una cifra más en las estadísticas de migrantes muertas en Chile. Este vergonzoso episodio pocas o ningunas palabras mereció de un movimiento feminista corporativizado, capaz de colmar La Alameda cuando un músico famoso golpea a una muchacha de la clase media acomodada, pero incapaz de pronunciarse contra los asesinatos de nosotras, las mujeres pobres, migrantes, negras. La sonrisa de Joane podrá ser pintada en mil paredes para alivianar las culpas de esta sociedad racista, pero la rabia de las mujeres migrantes que aún lidiamos con esta realidad, esa no podrán maquillarla.
Hemos debido renunciar a un territorio devastado por la violencia y nos negamos a continuar padeciéndola en la sociedad chilena. Es por eso que la invitación que mejor podemos formular es a fortalecer las organizaciones de mujeres abrazadas a un feminismo interseccional y autónomo, consolidar redes de apoyo mutuo que nos permitan a las migrantes una existencia digna en estos territorios que también deberemos defender en el marco del contexto capitalista actual y que además nos permitan ponernos a salvo de la violencia machista y racista que hoy nos amenaza.