El contexto fue una cena de gerentes que a su vez son relatores en una institución que entrena a estafadores del sector financiero. La nueva relatora, venezolana, con estudios de posgrado en Economía, residencia previa en Panamá y un vestido despampanante, me dice:
-Es primera vez que no reconozco inmediatamente a otra venezolana. Ay, chica, tú que tienes más tiempo aquí, dime algo. ¿Son sinceros los hombres chilenos?
La miré desconcertada. Hacía tiempo que no me planteaban una conversación de esa naturaleza. Mis amigas saben que nunca las conversaciones sobre varones o relaciones amorosas se me han dado con fluidez. Me cuesta asumirlas y las llevo como en tránsito por senderos tortuosos. Entonces le devolví el balón:
-¿A qué te refieres específicamente?
-Bueno, si tienen muchas oscuridades, tú sabes…
-Todos tenemos luces y sombras, profe. Le digo tratando de evadir al máximo la que se me venía.
Justo entonces aparece otra relatora, chilena y goleadora. Enseguida le dio curso a una conversación penosa en la que fui testigo silente (el silencio es imposición del yugo salarial, en este caso, pues de otro modo me hubiese retirado del lugar). De todo lo que alcancé a escuchar me quedó claro algo que ya había escuchado de otras voces coterráneas, que “el hombre chileno es machista”.
A esta mujer no le iba yo a plantear en aquel contexto, una conversación como las que he tenido con compañeras migrantes sobre el asunto. Pero indudablemente es cosa de reflexionar el hecho de que el machismo parece resentirse más para algunas de nosotras cuando vienen acompañados de su variante regional. Algunas mujeres de mi región parecen no sentirse vulneradas por el machismo caribeño, caracterizado por su cosificación del cuerpo femenino al punto de que muchos hombres suelen referirse abiertamente a sus parejas mujeres como “jevita”, “culito”, etc. Parece que la altísima tasa de mujeres muertas en cirugías estéticas no es producto de una concepción machista del cuerpo femenino sino de algún impulso “natural” por “verse sexys”. El Miss Venezuela para estas mujeres es un motivo de orgullo nacional y no una ocasión para reflexionar en relación con los estereotipos impuestos para nosotras. Parece que ese rol de bomba sexy que merece los más caros ropajes, restaurantes, viajes y demás caprichos, es una cosa inherente al gentilicio y no a alguna estructuración cultural patriarcal. O que ese “tronco de mujer” es una vocación loable naturalmente desarrollada por las venezolanas y no el fruto de una sobreexplotación patriarcal de la fuerza de trabajo de las mujeres.
El joven macho venezolano, el común, ciertamente no suele obsesionarse con la posesión permanente del cuerpo femenino. Para él, este cuerpo es desechable o bien de uso común. En ese sentido, muchos son capaces de hacer uso de él y aceptar el hecho de que ese cuerpo será usado por otro, en el turno que le corresponde o que se haya ganado, digamos (y aquí me refiero a relaciones que surgen en una población joven y que además siente mucho menos apego con el añejo ritual matrimonial). Además, el macho venezolano ratifica su condición de macho en su capacidad para procurar placer a la mujer y esta variante cultural machista puede resultar bastante “aceptable” para muchas de nosotras. El rol proveedor del macho en muchos casos no ha sido transgredido y vemos con buenos ojos al “caballero” que sostiene la puerta para que nosotras pasemos, al que corre la silla para que nos sentemos y al que nos lleva a pasear y costea nuestros antojos.
Todo esto viene a cuento porque ciertamente en este momento muchas mujeres migrantes estamos siendo acorraladas por otra variante del machismo latinoamericano. Esta nos encuentra en una situación de extrema vulnerabilidad porque nuestras familias están lejos y ellas son el más inmediato soporte cuando te has embarcado en una relación que no marcha bien y necesitas asilo materno. Es difícil quemar las naves cuando andas cansada de naufragar y no tienes ya un lugar al cual llegar. Quedamos entonces a merced de un macho controlador que tiene juguete nuevo: un cuerpo caribeño (y bien que se ha encargado la industria publicitaria y pornográfica de convertir al cuerpo de la mujer caribeña en el fetiche de muchos).
Necesitamos construir juntas un refugio. Pero también necesitamos fortalecernos individualmente y erradicar todos los mitos en relación con un machismo cómodo y otro opresivo. Se necesitó mucho coraje para hacer las maletas y arrancar, se necesitará mucho más para construir autonomía feminista en condición migrante.
Que este trabajo no nos espante. Hay labores enteramente necesarias.
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