viernes, 1 de junio de 2018

Mujeres de Otro Humus: Reflexiones anarcofeministas en torno a la migración


La pérdida del territorio, la defensa de los cuerpos

La consigna del progresismo reza que “todas somos migrantes”. Una falacia más dentro del cúmulo que sostiene las políticas tibias de una izquierda no sólo autoritaria sino corporativizada. No, no todas somos migrantes. Algunas personas han dejado sus lugares de origen para movilizar capitales y conquistar nuevos territorios. Otras lo han hecho para sumar otro tipo de posesiones: títulos académicos, por ejemplo. Las mueve una motivación colonialista. Otras, nosotras, hemos sido despojadas de nuestro terruño por esa motivación ajena y lo único que nos ha quedado ha sido nuestro cuerpo de mujer. Hemos debido entonces movilizarlo hacia otros lugares y poner en venta la fuerza de trabajo que él nos supone. Nosotras somos migrantes.

Lo anterior define no sólo una identidad, sino todo un entramado de relaciones sociales extremadamente complejo. Cuando una se convierte en migrante, la batalla por la defensa del cuerpo parece entonces ocupar el papel fundamental en la vida. Habrá que defender el cuerpo de los puteros masificados que conciben a la mujer migrante como un objeto de consumo, de los patrones que comprenden que tu condición migrante merece siempre un sueldo más bajo y una explotación mayor, de una sociedad racista que estigmatizará tu tono de voz, tu color de piel, la textura de tus cabellos, el tamaño de tus pechos, el ancho de tus caderas, tu cuerpo todo.

El quiebre de los afectos, la red de solidaridades

Mientras libra la batalla en humus ajeno, la mujer que ha migrado también se esfuerza por sostener a la distancia los lazos afectivos que ha dejado atrás. Entonces nos dejamos buena parte del sueldo en llamadas de larga distancia, en remesas familiares que sirvan de sostén al hogar primero. Pero ya bien canta aquel clásico de los años 70, la distancia es como el viento y apaga el fuego pequeño. Y lo cierto es que muy pequeño fuego ha de quedar para relaciones sostenidas únicamente sobre la base material de las remesas. Casi todas acaban en catástrofes familiares: ¿Cuánto vas a enviar este mes?, ¿Por qué no has enviado aún?, ¡Debes enviar cuanto antes!

Es por ello que a toda inmigrante urge construir una nueva red de solidaridades. Muchas logran encontrarla más inmediatamente en las iglesias, hay que admitirlo siquiera con vergüenza. Esa institución anquilosada y plagada de mitos e hipocresías, sigue disputándonos efectivamente la construcción de espacios de apoyo. Las personas que a ella acuden se comparten datos de empleo, de arriendo, se juntan a conversar sobre sus situaciones, construyen las relaciones que muchas veces no está dispuesto a construir el nacional con el migrante, ni siquiera en los más politizados espacios antiautoritarios.

Las iglesias también ofrecen algo fundamental para cualquier migrante sin techo: las casas de acogida transitoria. Por supuesto que son lugares en donde impera la lógica paternalista y asistencialista. Pero de seguro que si eres mujer migrante y el hombre que te arrendaba un cuarto ha intentado abusar de ti y luego te ha echado a la calle, seas creyente o convencida atea, agradecerías infinitamente el abrazo asistencial de una monja.

Otros espacios de confluencia y apoyo entre inmigrantes son los sostenidos sobre la base de iniciativas culturales. Los grupos de danzas folklóricas logran constituirse como un espacio de comunión entre personas casi siempre de un mismo gentilicio. El esfuerzo por aferrarse a las raíces, que bien puede estar acompañado de otras insanas dosis de patriotismos, los integra en la voluntad por mostrar las propias tradiciones y defenderlas de la distancia y el olvido para legarlas a los hijos nacidos fuera del terruño. En ese esfuerzo confluyen diálogos de resistencia.

Otras efectivas redes de apoyo mutuo han comenzado a surgir entre mujeres inmigrantes. Se trata de espacios separados en donde se pretende integrar una perspectiva feminista a la vez que procurar la formación y el activismo de las integrantes. Si bien estas organizaciones no cuentan hoy con la fortaleza política suficiente para autogestionar espacios físicos que puedan ser de utilidad a toda la comunidad migrante, es probable que su desarrollo al margen de la institucionalidad sí pueda garantizarlo a futuro. Las amenazas a este desarrollo son exactamente las mismas que pesan sobre todo el movimiento popular: que a través de la corporativización, puedan quebrarse voluntades críticas y transformadoras.

Resulta entonces indispensable que el movimiento anarquista, si pretende sostener para con la comunidad migrante sus principios de solidaridad y apoyo mutuo, se libre a sí mismo de la parálisis impuesta por el neoliberalismo, así como de los vicios antisociales que lo colocan al margen de nosotras, sintiéndose a veces una élite de razón casta y pura, en ocasiones liberada del trabajo asalariado (que jamás del sistema salarial), otras veces sumida en el consumo contracultural, pretendidamente en la cúspide de una idea que al resto de las trabajadoras nos exige esfuerzos supremos para forjar organización y lucha, a la vez que sostener dos hogares. Y es que no serán los espacios antiautoritarios un lugar en el que las mujeres migrantes encontremos redes de solidaridades, si no impera en ellos una perspectiva interseccional que permita la comprensión de nuestras distintas realidades y que las asuma como parte de sí para poder constituirse en fuerza de resistencia anticapitalista.

Los cuidados en crisis, la buena inmigrante

El hogar que una mujer deja atrás para migrar, debe reconstruirse a sí mismo. Los roles de cuidado que esa mujer asumía serán realizados ahora por otra mujer de la familia, pues pocas veces un varón habrá de romper el mandato patriarcal para cuidar a los abuelos, criar a las niñas, dedicar una jornada adicional a las tareas del hogar. En esa reacomodación de la economía del hogar también se fracturan relaciones afectivas, es lo normal. La sensación de abandono que invade a quienes exigían esos cuidados, no se eliminará a fin de mes con el cobro de la remesa. En aquel hogar, es probable que la mujer migrante se constituya para siempre en una “mala madre”.

Pero la mujer que ha migrado no dejará entonces de ejecutar los roles de cuidado que la sociedad le ha encomendado por el sencillo hecho de haberla definido como mujer. Corresponde a la mujer migrante cuidar a los abuelos que otro Estado arrojó a la miseria, criar a las niñas que el sistema salarial separó de sus mamás, preparar las comidas y sacudir las camas de los jóvenes estudiantes y/o liberados del trabajo asalariado, entre otras tareas de producción y reproducción. Son esas las “buenas inmigrantes” que celebran progres y no tan progres. Las que cocinan rico, las que sonríen a pesar del cansancio, las que sirven la mesa, destapan la cerveza, las que sirven.

Ante este panorama, el feminismo autónomo ha logrado sentar la discusión en torno al trabajo doméstico. Y es probable que esa discusión abra paso para que en un futuro estos roles tan importantes para la sociedad pero tan desacreditados por el sistema capitalista patriarcal, puedan ser redefinidos y asumidos colectivamente. Sólo entonces dejarán de ser el yugo de las mujeres.

Las políticas de género, la organización feminista

Por su parte, los Estados nacionales pretenden ponerse a tono configurando lineamientos con lo que denominan “perspectiva de género”. Se ofertan mil y un cursos para que los funcionarios adquieran esta cuasi mágica fórmula con la cual aspiran no sólo nutrir sus hojas de vida e ingresos salariales, sino la capacidad para intervenir en el desarrollo de políticas públicas que se muestren como progresistas en materia de derechos para las mujeres. Así, hemos sido testigos de cómo esos mismos policías capaces de perseguir, golpear y despojar a las mujeres mapuches e inmigrantes de su mercancía para la venta callejera, luego acuden con uniforme planchado a los cursos de capacitación de un tal Observatorio Contra el Acoso Callejero. Es atendiendo a esta política del “cumplo y miento” que surgen leyes como la del aborto en tres causales, tan débil en su concepción, que mutó adefesio con el cambio de mando presidencial, una burla a las aspiraciones del movimiento de mujeres, pero una lección enorme para todas las que pudieron creer que las leyes pueden forjar derechos y que podemos ahorrarnos el trabajo de tomarlos por cuenta propia.

Son estas mismas “políticas de género” las que penalizan el acoso callejero con leyes y ordenanzas municipales, dirigiendo su especial atención contra los obreros de la construcción, estigmatizándolos como responsables de las agresiones machistas contra las mujeres transeúntes e invisibilizando el acoso sexual que se despliega dentro de las oficinas de Recoleta y Las Condes, donde más de un jefe, gerente, director, ha hecho y sigue haciendo de las suyas humillando y sometiendo los cuerpos de las mujeres trabajadoras.

Sin duda alguna, esas “políticas de género” no responden a las demandas más urgentes del movimiento feminista, mucho menos de las mujeres migrantes. Responden a los intereses de la misma clase política empeñada en ofrecer máscaras y migajas para sostener el estado de cosas. Nos corresponde a nosotras, migrantes, feministas, mujeres anarquistas, no sólo develar esa verdad sino trabajar incansablemente por consolidar una organización autónoma lo suficientemente sólida como para hacer frente a las campañas estatales que caricaturizan nuestras demandas y a su vez accionar sin dobleces ante las amenazas que pesan sobre nuestra existencia. Por sobre el acoso callejero, expresión apenas de lo que venimos denunciando, nos interesa combatir la violencia machista. Y para combatir esa violencia no bastará con ordenanzas ni cartelitos en la entrada de las construcciones, para ello deberemos avanzar en transformar radicalmente la sociedad, abrazar sin descanso los principios de una sociedad si jerarquías que procure la más plena y auténtica igualdad social. Resulta entonces indispensable para el movimiento feminista en general, deslastrarse de todo vicio burgués y dejar de atender a la línea política que dictan los gobiernos y las ONG empeñados en exprimir a las más precarizadas. De no hacerlo, sin dudas se constituirá en un obstáculo más para las mujeres migrantes, trabajadoras, que no anhelamos cuotas de participación en la sociedad capitalista patriarcal, sino que su destrucción total y definitiva.

Migrar alimenta al capital, sembremos resistencia

Las migrantes somos consecuencia de los reacomodos capitalistas. Nos vimos obligadas a salir de un territorio que ya no podía garantizarnos subsistencia y nos hicimos mano de obra aún más barata en otro espacio de la geografía. Las implicaciones económicas de esa realidad son complejas tanto para nosotras como para las trabajadoras que ya habitaban el territorio que nos recibe. Cotizamos a las AFP lo mismo que cualquier trabajadora, aunque es probable que muchas de nosotras no obtengamos jamás una pensión y ese dinero sólo haya servido para nutrir las mesas de los grandes capitalistas.  Al mismo tiempo muchas de nosotras sostenemos la economía doméstica de la abuela de la pobla que nos arrienda una habitación porque no le alcanza sólo con su pensión. Y es más que probable que también ella reciba nuestros cuidados, la amorosa expresión del trabajo no pagado.

No escogimos libremente esta situación y muchas de nosotras nos encontramos hoy aisladas y sumidas en una cruel dinámica de sobreexplotación para poder subsistir y a la vez servir de sostén a nuestras familias en otras regiones. Somos muy pocas las que logramos escapar de esa norma y sumarnos activamente en la organización y transformación social. Ya hemos sido despojadas una vez y debemos crecernos en resistencia para defender con mayor fuerza este territorio que empezamos a construir en nuevo humus. Nuestras opciones de resistencia como colectivo inmigrante dependen de esa fortaleza y en alguna medida de cuán convocadas y acogidas seamos por la clase trabajadora organizada de la región. Al margen de nacionalismos, las trabajadoras debemos confluir en organización horizontal para la lucha contra la patronal, el Estado, el capitalismo y la cultura patriarcal de las instituciones que forjan machismo en nuestras sociedades. Sólo así podremos sentirnos seguras de avanzar certeramente hacia un destino auténticamente liberador. De la voluntad para construir ese destino, no podrán despojarnos nunca.

viernes, 20 de abril de 2018

Mujeres Migrantes: Organizadas en Feminismo Autónomo e Interseccional



Los procesos de desterritorialización se agudizan cuando el capitalismo desespera por generar nuevas formas de acumulación. Las tensiones políticas dentro y fuera de los límites de los Estados-naciones pueden ser un termómetro de ese proceso, pero la consecuencia más dramática se materializa en el desplazamiento de las comunidades hacia otras geografías en donde estas puedan garantizar su existencia. Este desplazamiento implica, para quienes asumimos la identidad migrante, una serie de condicionamientos jurídicos y sociales que resultan altamente opresivos.  Pero la sobreexplotación que los Estados imponen sobre los cuerpos migrantes cobra especial crueldad cuando se trata de cuerpos constituidos políticamente como femeninos.

Las mujeres que migramos para hallar territorios que nos permitan la subsistencia, lo hacemos muchas veces dejando hogares que tendrán que reformular sus relaciones. Los niños y ancianos que exigían nuestros cuidados tendrán que recibirlos ya de alguna otra mujer (hermana, prima) o quedarán a la deriva, pues ese rol muy pocas veces será asumido por un varón de la familia. Este proceso de reacomodación es lo que en economía feminista se ha denominado como crisis de los cuidados. Nosotras, por nuestra parte, deberemos hacer frente a nuevos conflictos. Los rasgos que antes no representaban mayor disputa en nuestros lugares de origen, ahora serán evidencia de una incómoda diferencia: nuestro tono de voz, nuestro color de piel, la textura de nuestros cabellos, nuestros rasgos faciales, volumen corporal, forma de vestir, gentilicio, etc.

Adicionalmente, el sistema cultural patriarcal, imperante en nuestras sociedades actuales, supone otras cadenas a nuestros cuerpos. Una mujer migrante es objeto de consumo para el capital y también para el macho masificado. El cuerpo de una mujer migrante se considera mercancía también para los puteros construidos por el sistema económico imperante. Por ello, las primeras ofertas de “trabajo” que se nos colocarán en frente serán las de puta, sea atendiendo una barra en minifaldas, bailando y desvistiéndonos en locales nocturnos o poniendo las piernas para que algún varón disfrute su “café”. Se acercarán varones ofreciendo un techo, alimentos, estabilidad, seguridad, protección, a cambio de nuestro cuerpo siempre disponible para su goce. Otros no elevarán ese paternalismo nefasto sino que se mostrarán meros depredadores, intentando servirse de nuestros cuerpos porque se sienten con el pleno derecho a hacerlo, porque cómo se nos ocurrió abandonar nuestra zona de seguridad, será que algo andamos buscando y la que busca, encuentra, ¿no?

Para las migrantes negras la explotación se multiplica más aún. Además de que sus cuerpos son empleados para la generación de plusvalía, además de que son hipersexualizados por el patriarcado imperante, además de ello, son más fácilmente desdeñados porque son cuerpos negros. El racismo estructural se materializa cotidianamente en la vida de una mujer negra migrante, desde que sube al transporte público para ir al lugar en el que le roban la vida, hasta que vuelve a su hogar empobrecido y marginal en el que la espera un hombre que canalizará en ella toda la violencia que también sobre él deposita el sistema.

Hoy muchas mujeres venezolanas hemos sido desplazadas por un reacomodo capitalista materializado en un conflicto político, económico y social que nos empujó a migrar. Muchas de nosotras llegamos a Chile sin apoyo alguno y a veces con la carga de los hijos, confiando en que el camino nos procuraría una nueva red de solidaridades, posibilidades de subsistencia y mejoras a nuestra calidad de vida, golpeada brutalmente por la lógica de la política patriarcal militarista. Atrás dejamos un país sumido en la más profunda crisis que haya conocido su historia y dejamos también nuestra entrañable geografía y nuestros más auténticos afectos. Desterritorializadas y solas, en una ciudad que nos ha recibido con el mote de “venesueltas” y que mira en nuestros cuerpos un objeto de disfrute y asume como “ligera y fácil” el menor gesto de nuestra cortesía, observamos impávidas cómo los medios de comunicación chilenos alientan ese prejuicio cosificador en una sociedad evidentemente racista. Las más vulnerables entre nosotras debemos lidiar con las consecuencias materiales de esa política.

El día 4 de noviembre de 2017, una joven mujer venezolana fue asesinada por su pareja en un departamento arrendado en la ciudad de Santiago. En una urbe plagada de edificios de paredes tan frágiles que se escucha hasta la respiración de tu vecina, ningún vecino fue capaz de alertar sobre el conflicto que se desarrollaba en el departamento en el que un femicida asentó sus puñaladas sobre el cuerpo de Susjes Mesías. Transcurrió apenas una semana cuando nos alcanzó la noticia de la violación de otra joven trabajadora venezolana que debió recibir en su cuerpo la violencia materializada de una estructura social podrida que mira en las mujeres migrantes, objetos de consumo y desecho. Esta mujer fue violada, quemada con aceite caliente y encerrada por un hombre que la hostigaba en su lugar de trabajo. Son realidades que nos alcanzan y con las que debemos lidiar cuando los Estados nos colocan en situación de mayor vulnerabilidad.

La violencia machista y racista de la sociedad chilena cobró su mayor expresión en agosto de 2017 con el asesinato por parte del Estado de Joane Florvil, quien fue apresada y separada de su bebé acusada de abandono en un contexto en el que ella era víctima de un robo y su no dominio del idioma español fue la excusa perfecta para que las fuerzas represivas hicieran de ella una cifra más en las estadísticas de migrantes muertas en Chile. Este vergonzoso episodio pocas o ningunas palabras mereció de un movimiento feminista corporativizado, capaz de colmar La Alameda cuando un músico famoso golpea a una muchacha de la clase media acomodada, pero incapaz de pronunciarse contra los asesinatos de nosotras, las mujeres pobres, migrantes, negras. La sonrisa de Joane podrá ser pintada en mil paredes para alivianar las culpas de esta sociedad racista, pero la rabia de las mujeres migrantes que aún lidiamos con esta realidad, esa no podrán maquillarla.

Hemos debido renunciar a un territorio devastado por la violencia y nos negamos a continuar padeciéndola en la sociedad chilena. Es por eso que la invitación que mejor podemos formular es a fortalecer las organizaciones de mujeres abrazadas a un feminismo interseccional y autónomo, consolidar redes de apoyo mutuo que nos permitan a las migrantes una existencia digna en estos territorios que también deberemos defender en el marco del contexto capitalista actual y que además nos permitan ponernos a salvo de la violencia machista y racista que hoy nos amenaza.

domingo, 4 de febrero de 2018

Sobre la nostalgia del machismo nacional


El contexto fue una cena de gerentes que a su vez son relatores en una institución que entrena a estafadores del sector financiero. La nueva relatora, venezolana, con estudios de posgrado en Economía, residencia previa en Panamá y un vestido despampanante, me dice:

-Es primera vez que no reconozco inmediatamente a otra venezolana. Ay, chica, tú que tienes más tiempo aquí, dime algo. ¿Son sinceros los hombres chilenos?

La miré desconcertada. Hacía tiempo que no me planteaban una conversación de esa naturaleza. Mis amigas saben que nunca las conversaciones sobre varones o relaciones amorosas se me han dado con fluidez. Me cuesta asumirlas y las llevo como en tránsito por senderos tortuosos. Entonces le devolví el balón:

-¿A qué te refieres específicamente?

-Bueno, si tienen muchas oscuridades, tú sabes…

-Todos tenemos luces y sombras, profe. Le digo tratando de evadir al máximo la que se me venía.

Justo entonces aparece otra relatora, chilena y goleadora. Enseguida le dio curso a una conversación penosa en la que fui testigo silente (el silencio es imposición del yugo salarial, en este caso, pues de otro modo me hubiese retirado del lugar). De todo lo que alcancé a escuchar me quedó claro algo que ya había escuchado de otras voces coterráneas, que “el hombre chileno es machista”.

A esta mujer no le iba yo a plantear en aquel contexto, una conversación como las que he tenido con compañeras migrantes sobre el asunto. Pero indudablemente es cosa de reflexionar el hecho de que el machismo parece resentirse más para algunas de nosotras cuando vienen acompañados de su variante regional. Algunas mujeres de mi región parecen no sentirse vulneradas por el machismo caribeño, caracterizado por su cosificación del cuerpo femenino al punto de que muchos hombres suelen referirse abiertamente a sus parejas mujeres como “jevita”, “culito”, etc. Parece que la altísima tasa de mujeres muertas en cirugías estéticas no es producto de una concepción machista del cuerpo femenino sino de algún impulso “natural” por “verse sexys”. El Miss Venezuela para estas mujeres es un motivo de orgullo nacional y no una ocasión para reflexionar en relación con los estereotipos impuestos para nosotras. Parece que ese rol de bomba sexy que merece los más caros ropajes, restaurantes, viajes y demás caprichos, es una cosa inherente al gentilicio y no a alguna estructuración cultural patriarcal. O que ese “tronco de mujer” es una vocación loable naturalmente desarrollada por las venezolanas y no el fruto de una sobreexplotación patriarcal de la fuerza de trabajo de las mujeres.

El joven macho venezolano, el común, ciertamente no suele obsesionarse con la posesión permanente del cuerpo femenino. Para él, este cuerpo es desechable o bien de uso común. En ese sentido, muchos son capaces de hacer uso de él y aceptar el hecho de que ese cuerpo será usado por otro, en el turno que le corresponde o que se haya ganado, digamos (y aquí me refiero a relaciones que surgen en una población joven y que además siente mucho menos apego con el añejo ritual matrimonial). Además, el macho venezolano ratifica su condición de macho en su capacidad para procurar placer a la mujer y esta variante cultural machista puede resultar bastante “aceptable” para muchas de nosotras. El rol proveedor del macho en muchos casos no ha sido transgredido y vemos con buenos ojos al “caballero” que sostiene la puerta para que nosotras pasemos, al que corre la silla para que nos sentemos y al que nos lleva a pasear y costea nuestros antojos.

Todo esto viene a cuento porque ciertamente en este momento muchas mujeres migrantes estamos siendo acorraladas por otra variante del machismo latinoamericano. Esta nos encuentra en una situación de extrema vulnerabilidad porque nuestras familias están lejos y ellas son el más inmediato soporte cuando te has embarcado en una relación que no marcha bien y necesitas asilo materno. Es difícil quemar las naves cuando andas cansada de naufragar y no tienes ya un lugar al cual llegar. Quedamos entonces a merced de un macho controlador que tiene juguete nuevo: un cuerpo caribeño (y bien que se ha encargado la industria publicitaria y pornográfica de convertir al cuerpo de la mujer caribeña en el fetiche de muchos).

Necesitamos construir juntas un refugio. Pero también necesitamos fortalecernos individualmente y erradicar todos los mitos en relación con un machismo cómodo y otro opresivo. Se necesitó mucho coraje para hacer las maletas y arrancar, se necesitará mucho más para construir autonomía feminista en condición migrante.

Que este trabajo no nos espante. Hay labores enteramente necesarias.