lunes, 24 de noviembre de 2014

Acoso callejero y Estado policial



La masa enardecida en hora pico me arrastró hasta el fondo del vagón. Cuando el tren emprendió su marcha y hube logrado hacerme de un espacio propicio, saqué mi libro y continué la lectura. Dejé de atender agudamente al texto para fijarme que el roce que sentía contra mis nalgas fuese sólo el del bolso de algún pasajero, de algún igual. No vi bolsos, pero tampoco actitudes sospechosas en los hombres que viajaban a mis espaldas, así que traté de retomar la lectura. No obstante, el roce continuó pasados unos minutos y esta vez lo dejé avanzar para corroborar mis sospechas. La mano se coló hasta rozar mi vulva y fue entonces cuando me volteé ya segura de la agresión y golpeé la espalda del infame, le arranqué los audífonos con los que fingía abstraerse de su entorno, lo insulté y le deseé una muerte violenta. Aunque grité para todo el vagón el porqué de mi arrebato, nadie se solidarizó conmigo. Todos me miraron como si yo fuese una desequilibrada y aquel hombre, la víctima indefensa de una loquita violenta.

Ese día lloré hasta llegar a la oficina en la que trabajaba. Cuando comenté lo que me había ocurrido recibí comentarios que iban desde “es lo normal, nos pasa a todas” a “eso te pasa por andar tan bonita”. Entonces sentí que el ultraje era continuado, que la agresión no paraba allí, porque resulta sumamente violento no encontrar solidaridad por parte de tus pares sino esa increíble tendencia a naturalizar las agresiones machistas o a considerarlas consecuencia de una provocación que causas por el simple hecho de ser mujer o tener determinados rasgos físicos o vestirte de cierto modo. No podía ser de otra manera, yo trabajaba en una oficina donde las agresiones machistas eran el pan de cada día porque la estructura organizativa y jerárquica estaba minada de vicios patriarcales. Llegado a ese punto, yo no sólo había sufrido “acoso callejero” sino algo mucho más complejo: yo había sido víctima de la violencia machista. Una violencia machista que ejerció no sólo el hombre que metió su mano entre mis piernas sino que ejercieron todos los pasajeros del vagón que optaron por desatender mi reclamo y mirarme con desprecio. Violencia machista que también ejercieron mis compañeras de la oficina al naturalizar aquel evento o al culpabilizarme por él. Queda perfectamente claro que a las mujeres jamás nos alcanzará con elevar consignas contra el llamado “acoso callejero” si no damos la pelea por desmontar toda una estructura de violencia patriarcal.

Pero, ¿cuál es la primera imagen que se viene a nuestras mentes cuando escuchamos la frase “acoso callejero”? Lo más seguro es que nuestro imaginario se colme de agresiones verbales a mujeres transeúntes por parte de los trabajadores de la construcción o, efectivamente, tocamientos no autorizados entre usuarios del transporte público. Lo cierto es que las consignas contra el acoso callejero casi siempre dejan de lado un análisis estructural de la violencia y se limitan a una perspectiva altamente clasista en donde el machismo del obrero, del trabajador que usa el metro, es el único que hay que combatir. Nada se dice del machismo institucional, del machismo que ejercen funcionarios, patrones, gerentes, militares. Sobre ese jefe de oficina que recluta mujeres jóvenes para manipularlas emocional y psicológicamente, llevarlas a su cama y hacerlas luego cómplices de actos de corrupción, nada se dirá en las protestas contra el acoso callejero. Las consignas contra el acoso callejero dejan de lado el necesario cuestionamiento sobre la violencia a la que son sometidas muchas mujeres trabajadoras, deja de lado la violencia sexista que afecta a la infancia, a la lesbiana por ser lesbiana, al gay por ser gay, al transexual por ser transexual. Reducir la lucha contra la violencia machista a la batalla contra el acoso callejero es un acto profundamente clasista que termina por desvirtuar la imagen del verdadero objetivo a destruir, que no es otro que el sistema capitalista patriarcal.

Los prejuicios clasistas que soportan muchas de las campañas contra el acoso callejero también permiten que surjan publicidades como la titulada “Hungry Builders” de Snickers, que básicamente asocia el comportamiento machista con el hambre de los trabajadores. O los “experimentos sociales” en los que una mujer “se disfraza de obrero” para piropear a hombres transeúntes. ¿Podemos las feministas libertarias ser partidarias de este tipo de razonamientos? Honestamente, no lo creo. Los prejuicios clasistas también dan pie al surgimiento de iniciativas como las de los vagones sólo para mujeres, que representan la certeza de que la convivencia popular en respeto es imposible y por tanto toca separarnos en el orden binario que impone la misma sociedad héteropatriarcal y capitalista que soporta la violencia que padecemos. Los prejuicios clasistas también permiten la policialización de los sistemas de transporte público, como es el caso del Transmilenio de Bogotá, en el que mujeres policías vestidas de civil asumen que “la idea es ser una tentación” para poder identificar, individualizar y judicializar a posibles agresores sexuales. ¿Acaso las mujeres debemos esperar que las fuerzas represivas de los Estados, instituciones inherentemente patriarcales, sean las que nos defiendan de agresiones machistas? ¿Esta lógica policial es coherente con las luchas que las mujeres elevamos desde una perspectiva feminista o será el acoso sexual callejero la excusa con la que los Estados pretenden agudizar sus mecanismos de control e intimidación contra la población y la clase trabajadora en especial (que es la que mayoritariamente usa el servicio de transporte público)?

Que nuestras consignas contra el acoso callejero estén siendo empleadas por los Estados para consolidar mecanismos represivos debería llamarnos a la revisión, pues resulta por lo menos sospechoso que de repente se destinen cuantiosas sumas de dinero para “combatir el acoso callejero”. ¿Quién determinó que las prioridades de las mujeres eran justamente esas? En el contexto latinoamericano las llamadas leyes “antiterroristas”, requisitos del FMI y el BM para garantizar confianza entre las burguesías, están sirviendo para avalar montajes contra luchadores sociales y criminalizar cualquier tipo de protesta. Incluso en países como Venezuela, en donde hay un gobierno que se dice socialista y que en algún momento gozó de un considerable apoyo popular, esta legislación fue aprobada y ha servido al gobierno para criminalizar las huelgas obreras, promover la infiltración de “informantes anónimos” y convalidar montajes judiciales. En Venezuela hay más de dos mil quinientos dirigentes campesinos, trabajadores, activistas comunitarios y luchadores judicializados gracias a esta ley. Las feministas latinoamericanas no podemos darnos el lujo de desatender esta realidad y avalar campañas o iniciativas que con la excusa de combatir el acoso callejero puedan servir para criminalizar a la clase trabajadora. Por eso es preocupante que en Chile, la directora ejecutiva del Observatorio contra el Acoso Callejero, María Francisca Valenzuela, se pronuncie en favor de las “brigadas anti-manoseos” de Transmilenio-Bogotá y sugiera que “claramente debería ser considerada por las autoridades del país” (1). ¿Acaso esta funcionaria desconoce todas las denuncias que han hecho las mujeres de su país contra las agresiones sexuales que han recibido por parte de Carabineros de Chile en el marco de protestas sociales? (2) Parece increíble que se pueda dar la espalda a la realidad en nombre de una campaña financiada por la ONU y la UE. ¿Increíble? Qué va… de lo que se trata es de mantener las subvenciones y los convenios empresariales, por supuesto.

Y de hecho, más recientemente la OCAC Chile se ha colocado sobre la palestra pública no sólo con la participación directa en la redacción de proyectos legislativos, sino en campañas que incentivan el consumo de los servicios prestados por empresas privadas que dicen estar al servicio de la lucha antipatriarcal otorgando a las mujeres “respeto y seguridad”. (3) Y así, al tiempo en que engorda la columna de ingresos de SaferTaxi, la OCAC garantiza su participación en la consolidación del Estado policial al dictar formación a las fuerzas represivas. En este sentido, el mismo carabinero que persigue a las mujeres inmigrantes que se buscan la vida en la calle vendiendo ensaladas, tejidos o sopaipillas… el mismo que otorga palizas bestiales a los hombres inmigrantes de la clase trabajadora cuando el color que llevan en la piel es demasiado oscuro para el sentido estético que legó el Pinochetismo… ese mismo carabinero podrá decirse al servicio del feminismo OCAC. (4)

Todas estas campañas promovidas por la institucionalidad burguesa se sustentan sobre la idea de que la mujer es un ser vulnerable y pasivo que demanda la protección de las fuerzas represivas del Estado. Por ello son funcionales al sistema capitalista y patriarcal y por ello debemos hacerles frente con ojo crítico y desmontar toda la carga opresiva que suelen traer consigo.

Lo que trato de acotar en estas líneas es que el tema de las agresiones machistas no debe dejar de lado una perspectiva de clase que nos permita profundizar en mecanismos de combate mucho más efectivos. Corresponde entonces cuestionar desde la raíz. Y la raíz siempre nos conmina a empinar el tallo. Somos las mujeres las que debemos garantizar nuestra propia defensa, nada debemos esperar de las instituciones represivas.

Las mujeres debemos tomar consciencia de nosotras y para nosotras. Cuando el cuerpo de una mujer es expuesto por vallas publicitarias bajo cánones sexistas, las expuestas somos todas. Cuando el cuerpo de una mujer es comprado para satisfacer apetencias sexuales, las compradas somos todas. Cuando el cuerpo de una mujer es violentado por el simple hecho de ser un cuerpo de mujer y ocupar un espacio público, las violentadas somos todas. Por ello, uno de los mecanismos colectivos de defensa que debemos comenzar a desarrollar tiene que ser bajo esta certeza. En la medida en que seamos solidarias las unas con las otras, que salgamos en defensa de la mujer que también somos, en esa medida iremos construyendo sólidas formas de resistencia ante el sistema héteropatriarcal. Que ninguna mujer naturalice la violencia contra otra mujer, que ninguna culpe a otra de portar “tentaciones” en su cuerpo. Ya basta de multiplicar el machismo estructural y ocupemos los espacios públicos con la determinación de la defensa.

Una disposición individual y colectiva para la defensa ante las agresiones machistas en todos los ámbitos del quehacer social tendría que garantizar el desarrollo de estrategias para la autodefensa. Confrontar al acosador es necesario. Sea el obrero de la construcción o el gerente patrón, ese hombre deberá recibir la solidez de nuestras miradas y la altivez de nuestras voces sin miedo. Deberá escucharnos decir en alta voz que su opinión sobre nuestros cuerpos no nos interesa, que sus actos han vulnerado nuestros espacios y que deberá crecerse en autocontrol si querrá convivir en sociedad. El machista ha sido educado para concebir a la mujer como un cuerpo que pasa. Y nuestro silencio evasivo no ayuda. Así que lo mejor será detenernos y hacernos escuchar. Las feministas no queremos “brigadas anti-manoseos”, pero estamos dispuestas a ser pandilla justiciera. Exigimos respeto y lo forjaremos por cuenta propia.



Notas




miércoles, 1 de enero de 2014

El antifeminismo de Rafael Correa: Los límites de los gobiernos “progre”



El 28 de diciembre y como para sorprender a los inocentes que aún creen en el supuesto carácter progresista del gobierno de Rafael Correa, el mandatario ecuatoriano acudió a su acostumbrado mitin sabatino para dar rienda suelta a toda su homofobia y antifeminismo. Alegando que son "fundamentalismos" los que pretenden incorporar la perspectiva de género en la educación, Rafael Correa sentencia que "a los niños hay que dejarlos en paz".

El Presidente ecuatoriano dice apoyar al "movimiento feminista por igualdad de derechos" pero… "¡De repente hay unos excesos, unos fundamentalismos en los que se proponen cosas absurdas: ya no es igualdad de derechos, sino igualdad en todos los aspectos, que los hombres parezcan mujeres y las mujeres hombres: ¡ya basta!". Evidentemente, Correa desconoce que todo feminismo aboga por la igualdad de derechos entre los seres humanos y antepone sus prejuicios para con el término cuando cataloga de "exceso" al necesario cuestionamiento de los roles que se asignan en función del sexo biológico. Rafael Correa seguramente se sentiría más cómodo en medio de un feminismo más parecido al que propugnaba Hugo Chávez, uno en el que los roles de género no fuesen cuestionados, los estereotipos siguiesen intactos, las mujeres de la cocina al tocador y los "hombres que parecen hombres", ¡en la política, sí señor!

Correa no pudo evitar dar gracias a su dios macho, blanco y heterosexual en medio de tanta efervescencia católica: "¡Porque somos, gracias a Dios, hombres y mujeres diferentes! ¡Complementarios! ¡Y no es que se trate de imponer estereotipos! Pero ¡qué bueno que una mujer guarde sus rasgos femeninos! ¡Qué bueno que un hombre guarde sus rasgos masculinos! ¿No? Y bueno, todo el mundo es libre… el hombre de ser afeminado, y la mujer de ser varonil. Pero ¡yo prefiero la mujer que parece mujer! ¡Y creo que las mujeres prefieren hombres que parecemos hombres!" Tampoco puede, en medio de semejante discurso, dejar de anteponer su ego y las preferencias que le motivan. Ello, de por sí, no estaría mal si no se tratase de una figura presidencial que desde las cumbres del poder constituido se cree con el derecho de conducir las preferencias de las personas a las cuales gobierna y además colocar peros a las libertades de sus ciudadanos y ciudadanas.

Días antes, el 13 de diciembre, ese mismo Rafael Correa se había reunido con ocho miembros del colectivo LGBT de Guayaquil. Ante estas personas se comprometió entonces a defender los derechos de la población lésbica, homosexual, bisexual, transgénero e intersexual. Por supuesto, no dejó de hacer hincapié en que era esa la primera vez que un Presidente se reunía con representantes de dicho sector. (¡Dense con una piedra en los dientes, por favor, más agradecimiento!) Correa también se comprometió entonces a establecer una comisión que siga la pista de varios asesinatos cometidos contra miembros del colectivo, a someter a revisión las leyes enviadas a la Asamblea en torno a la salud, educación y empleo, a promover mediáticamente los derechos de la diversidad sexual y a formar servidores públicos con perspectiva de género. Por supuesto, nada de esto trascendió el mero palabrerío, una foto con banderita arcoíris y una muy forzada y masculina sonrisita, por si acaso. Quince días después, el Presidente mandaría a volar sus conversaciones con aquella agrupación LGBT y daría rienda suelta a su profundo desprecio por lo que él cataloga despectivamente como "ideología de género".

Para Correa, son "barbaridades" aquellos postulados según los cuales el rol de género no es determinado por su sexo biológico. "¡No son teorías, es pura y simple ideología!", afirma impetuoso mientras el Siglo XX vacila bajo sus pies. Por eso se posiciona convencido contra la educación de niñas y niños desde perspectivas de género y asume que hay que tener mucho cuidado con esas cosas: "Yo respeto mucho eso. Pero lo que tampoco es correcto es que lo traten de imponer sus creencias a todos, el que básicamente no existe hombre y mujer natural, el que el sexo biológico no determina al hombre y a la mujer, sino las ‘condiciones sociales’. Y que uno tiene ‘derecho’ a la libertad de elegir incluso si uno es hombre o mujer. ¡Vamos, por favor! ¡Eso no resiste el menor análisis! ¡Es una barbaridad que atenta contra todo!".

Correa asume también su defensa ante las reacciones que sabe ha de generar su encendido discurso antifeminista: “¿Me van a decir conservador por creer en la familia? Pues creo en la familia, y creo que esta ideología de género, que estas novelerías, destruyen la familia convencional, que sigue siendo y creo que seguirá siendo la base de nuestra sociedad.”

Son prejuicios morales los que enarbola Rafael Correa, prejuicios morales sostenidos sobre la base de una formación católica. Esos prejuicios, a estas alturas de la historia humana, chocan flagrantemente contra la aspiración de sociedades más justas, más libres. Que Rafael Correa considere a la familia "convencional" (heteronormada) como base de la sociedad, está bien. Pero que como gobernante asuma que es su perspectiva religiosa la que debe imponerse, ese es un gravísimo despropósito. Él exige no sea impuesta una "ideología de género", pero se cree con derecho a imponer sus prejuicios a toda la sociedad ecuatoriana.

Hay algo en lo que Correa tiene total razón: Ha sido la familia "convencional" la "base de la sociedad". Y cuando hablamos de la sociedad que conocemos, tenemos que referirnos a su carácter capitalista y patriarcal. Entonces, ciertamente, esa familia ha cumplido la función, en primera instancia, de forjar los valores claves para la constitución de sujetos para el capitalismo. En el seno de la familia "convencional" se nos enseña una distribución de roles que va a naturalizarse de lleno gracias a lo que aprenderemos en la escuela. Y la escuela, a su vez, nos "enseñará" según seamos niñas o niños: Las niñas podrán formarse para ser maestras, enfermeras, secretarias… Los niños recibirán una formación idónea para ser médicos, empresarios, politólogos, arquitectos. La mayoría, en definitiva, mano de obra para sostener el sistema capitalista.

En este sentido, si somos capaces de cuestionar el carácter opresivo de las instituciones capitalistas, ¡por supuesto que esa familia "convencional" debe ser cuestionada! Deben ser cuestionados esos valores que desde los hogares van preparándonos para una distribución injusta de los roles sociales. Esa familia "convencional" en la que la madre se ocupa de la cocina, el padre lee la prensa, el niño juega con carritos y la niña con muñecas… ¡esa familia debe ser cuestionada! Y sin duda alguna, nuestra sociedad debe integrar definitivamente a las diversas constituciones familiares que en la realidad se hacen presentes. ¡Son mayoría los hogares de madres solteras! ¿Por qué habríamos de resistirnos a reconocer como familia a la pareja de homosexuales o lesbianas que han decidido convivir y que un día quieren asumir roles de crianza? ¿Por qué nos habríamos de resistir ante el derecho que tienen los seres humanos a forjar una familia con base en lazos de afecto, sea esa familia constituida por dos, tres o más personas de distinto o mismo sexo? ¿Quién es Rafael Correa para imponer su particular creencia religiosa como la norma de lo que debe o no debe ser una familia?

En definitiva, el reto que se presenta ante los movimientos feministas del continente es enorme. Los gobiernos que han querido presentarse como "progresistas", cada día instauran más claros límites entre ese "progresismo" y las aspiraciones de emancipación de nuestros pueblos. En la medida en que seamos capaces de reconocer esos límites y procurarnos estrategias de abordaje en una lucha signada por la defensa de las conquistas sociales, obtenidas en los últimos años, y el enfrentamiento cabal contra las políticas conservadoras que ellos mismos son capaces de propugnar, estaremos avanzando con certeza hacia la construcción de sociedades menos injustas. Pero si por el contrario cedemos en la lucha ante los límites que imponen estos gobiernos, si somos dóciles y conformistas, no sólo estaremos poniendo en riesgo las pocas conquistas sociales obtenidas sino que garantizaremos nuestra plena derrota histórica.

Publicado originalmente en: LaClase.info