La masa enardecida en hora pico me arrastró hasta el fondo del vagón. Cuando el tren emprendió su marcha y hube logrado hacerme de un espacio propicio, saqué mi libro y continué la lectura. Dejé de atender agudamente al texto para fijarme que el roce que sentía contra mis nalgas fuese sólo el del bolso de algún pasajero, de algún igual. No vi bolsos, pero tampoco actitudes sospechosas en los hombres que viajaban a mis espaldas, así que traté de retomar la lectura. No obstante, el roce continuó pasados unos minutos y esta vez lo dejé avanzar para corroborar mis sospechas. La mano se coló hasta rozar mi vulva y fue entonces cuando me volteé ya segura de la agresión y golpeé la espalda del infame, le arranqué los audífonos con los que fingía abstraerse de su entorno, lo insulté y le deseé una muerte violenta. Aunque grité para todo el vagón el porqué de mi arrebato, nadie se solidarizó conmigo. Todos me miraron como si yo fuese una desequilibrada y aquel hombre, la víctima indefensa de una loquita violenta.
Ese día lloré hasta llegar a la oficina en la que trabajaba. Cuando comenté lo que me había ocurrido recibí comentarios que iban desde “es lo normal, nos pasa a todas” a “eso te pasa por andar tan bonita”. Entonces sentí que el ultraje era continuado, que la agresión no paraba allí, porque resulta sumamente violento no encontrar solidaridad por parte de tus pares sino esa increíble tendencia a naturalizar las agresiones machistas o a considerarlas consecuencia de una provocación que causas por el simple hecho de ser mujer o tener determinados rasgos físicos o vestirte de cierto modo. No podía ser de otra manera, yo trabajaba en una oficina donde las agresiones machistas eran el pan de cada día porque la estructura organizativa y jerárquica estaba minada de vicios patriarcales. Llegado a ese punto, yo no sólo había sufrido “acoso callejero” sino algo mucho más complejo: yo había sido víctima de la violencia machista. Una violencia machista que ejerció no sólo el hombre que metió su mano entre mis piernas sino que ejercieron todos los pasajeros del vagón que optaron por desatender mi reclamo y mirarme con desprecio. Violencia machista que también ejercieron mis compañeras de la oficina al naturalizar aquel evento o al culpabilizarme por él. Queda perfectamente claro que a las mujeres jamás nos alcanzará con elevar consignas contra el llamado “acoso callejero” si no damos la pelea por desmontar toda una estructura de violencia patriarcal.
Pero, ¿cuál es la primera imagen que se viene a nuestras mentes cuando escuchamos la frase “acoso callejero”? Lo más seguro es que nuestro imaginario se colme de agresiones verbales a mujeres transeúntes por parte de los trabajadores de la construcción o, efectivamente, tocamientos no autorizados entre usuarios del transporte público. Lo cierto es que las consignas contra el acoso callejero casi siempre dejan de lado un análisis estructural de la violencia y se limitan a una perspectiva altamente clasista en donde el machismo del obrero, del trabajador que usa el metro, es el único que hay que combatir. Nada se dice del machismo institucional, del machismo que ejercen funcionarios, patrones, gerentes, militares. Sobre ese jefe de oficina que recluta mujeres jóvenes para manipularlas emocional y psicológicamente, llevarlas a su cama y hacerlas luego cómplices de actos de corrupción, nada se dirá en las protestas contra el acoso callejero. Las consignas contra el acoso callejero dejan de lado el necesario cuestionamiento sobre la violencia a la que son sometidas muchas mujeres trabajadoras, deja de lado la violencia sexista que afecta a la infancia, a la lesbiana por ser lesbiana, al gay por ser gay, al transexual por ser transexual. Reducir la lucha contra la violencia machista a la batalla contra el acoso callejero es un acto profundamente clasista que termina por desvirtuar la imagen del verdadero objetivo a destruir, que no es otro que el sistema capitalista patriarcal.
Los prejuicios clasistas que soportan muchas de las campañas contra el acoso callejero también permiten que surjan publicidades como la titulada “Hungry Builders” de Snickers, que básicamente asocia el comportamiento machista con el hambre de los trabajadores. O los “experimentos sociales” en los que una mujer “se disfraza de obrero” para piropear a hombres transeúntes. ¿Podemos las feministas libertarias ser partidarias de este tipo de razonamientos? Honestamente, no lo creo. Los prejuicios clasistas también dan pie al surgimiento de iniciativas como las de los vagones sólo para mujeres, que representan la certeza de que la convivencia popular en respeto es imposible y por tanto toca separarnos en el orden binario que impone la misma sociedad héteropatriarcal y capitalista que soporta la violencia que padecemos. Los prejuicios clasistas también permiten la policialización de los sistemas de transporte público, como es el caso del Transmilenio de Bogotá, en el que mujeres policías vestidas de civil asumen que “la idea es ser una tentación” para poder identificar, individualizar y judicializar a posibles agresores sexuales. ¿Acaso las mujeres debemos esperar que las fuerzas represivas de los Estados, instituciones inherentemente patriarcales, sean las que nos defiendan de agresiones machistas? ¿Esta lógica policial es coherente con las luchas que las mujeres elevamos desde una perspectiva feminista o será el acoso sexual callejero la excusa con la que los Estados pretenden agudizar sus mecanismos de control e intimidación contra la población y la clase trabajadora en especial (que es la que mayoritariamente usa el servicio de transporte público)?
Que nuestras consignas contra el acoso callejero estén siendo empleadas por los Estados para consolidar mecanismos represivos debería llamarnos a la revisión, pues resulta por lo menos sospechoso que de repente se destinen cuantiosas sumas de dinero para “combatir el acoso callejero”. ¿Quién determinó que las prioridades de las mujeres eran justamente esas? En el contexto latinoamericano las llamadas leyes “antiterroristas”, requisitos del FMI y el BM para garantizar confianza entre las burguesías, están sirviendo para avalar montajes contra luchadores sociales y criminalizar cualquier tipo de protesta. Incluso en países como Venezuela, en donde hay un gobierno que se dice socialista y que en algún momento gozó de un considerable apoyo popular, esta legislación fue aprobada y ha servido al gobierno para criminalizar las huelgas obreras, promover la infiltración de “informantes anónimos” y convalidar montajes judiciales. En Venezuela hay más de dos mil quinientos dirigentes campesinos, trabajadores, activistas comunitarios y luchadores judicializados gracias a esta ley. Las feministas latinoamericanas no podemos darnos el lujo de desatender esta realidad y avalar campañas o iniciativas que con la excusa de combatir el acoso callejero puedan servir para criminalizar a la clase trabajadora. Por eso es preocupante que en Chile, la directora ejecutiva del Observatorio contra el Acoso Callejero, María Francisca Valenzuela, se pronuncie en favor de las “brigadas anti-manoseos” de Transmilenio-Bogotá y sugiera que “claramente debería ser considerada por las autoridades del país” (1). ¿Acaso esta funcionaria desconoce todas las denuncias que han hecho las mujeres de su país contra las agresiones sexuales que han recibido por parte de Carabineros de Chile en el marco de protestas sociales? (2) Parece increíble que se pueda dar la espalda a la realidad en nombre de una campaña financiada por la ONU y la UE. ¿Increíble? Qué va… de lo que se trata es de mantener las subvenciones y los convenios empresariales, por supuesto.
Y de hecho, más recientemente la OCAC Chile se ha colocado sobre la palestra pública no sólo con la participación directa en la redacción de proyectos legislativos, sino en campañas que incentivan el consumo de los servicios prestados por empresas privadas que dicen estar al servicio de la lucha antipatriarcal otorgando a las mujeres “respeto y seguridad”. (3) Y así, al tiempo en que engorda la columna de ingresos de SaferTaxi, la OCAC garantiza su participación en la consolidación del Estado policial al dictar formación a las fuerzas represivas. En este sentido, el mismo carabinero que persigue a las mujeres inmigrantes que se buscan la vida en la calle vendiendo ensaladas, tejidos o sopaipillas… el mismo que otorga palizas bestiales a los hombres inmigrantes de la clase trabajadora cuando el color que llevan en la piel es demasiado oscuro para el sentido estético que legó el Pinochetismo… ese mismo carabinero podrá decirse al servicio del feminismo OCAC. (4)
Todas estas campañas promovidas por la institucionalidad burguesa se sustentan sobre la idea de que la mujer es un ser vulnerable y pasivo que demanda la protección de las fuerzas represivas del Estado. Por ello son funcionales al sistema capitalista y patriarcal y por ello debemos hacerles frente con ojo crítico y desmontar toda la carga opresiva que suelen traer consigo.
Lo que trato de acotar en estas líneas es que el tema de las agresiones machistas no debe dejar de lado una perspectiva de clase que nos permita profundizar en mecanismos de combate mucho más efectivos. Corresponde entonces cuestionar desde la raíz. Y la raíz siempre nos conmina a empinar el tallo. Somos las mujeres las que debemos garantizar nuestra propia defensa, nada debemos esperar de las instituciones represivas.
Las mujeres debemos tomar consciencia de nosotras y para nosotras. Cuando el cuerpo de una mujer es expuesto por vallas publicitarias bajo cánones sexistas, las expuestas somos todas. Cuando el cuerpo de una mujer es comprado para satisfacer apetencias sexuales, las compradas somos todas. Cuando el cuerpo de una mujer es violentado por el simple hecho de ser un cuerpo de mujer y ocupar un espacio público, las violentadas somos todas. Por ello, uno de los mecanismos colectivos de defensa que debemos comenzar a desarrollar tiene que ser bajo esta certeza. En la medida en que seamos solidarias las unas con las otras, que salgamos en defensa de la mujer que también somos, en esa medida iremos construyendo sólidas formas de resistencia ante el sistema héteropatriarcal. Que ninguna mujer naturalice la violencia contra otra mujer, que ninguna culpe a otra de portar “tentaciones” en su cuerpo. Ya basta de multiplicar el machismo estructural y ocupemos los espacios públicos con la determinación de la defensa.
Una disposición individual y colectiva para la defensa ante las agresiones machistas en todos los ámbitos del quehacer social tendría que garantizar el desarrollo de estrategias para la autodefensa. Confrontar al acosador es necesario. Sea el obrero de la construcción o el gerente patrón, ese hombre deberá recibir la solidez de nuestras miradas y la altivez de nuestras voces sin miedo. Deberá escucharnos decir en alta voz que su opinión sobre nuestros cuerpos no nos interesa, que sus actos han vulnerado nuestros espacios y que deberá crecerse en autocontrol si querrá convivir en sociedad. El machista ha sido educado para concebir a la mujer como un cuerpo que pasa. Y nuestro silencio evasivo no ayuda. Así que lo mejor será detenernos y hacernos escuchar. Las feministas no queremos “brigadas anti-manoseos”, pero estamos dispuestas a ser pandilla justiciera. Exigimos respeto y lo forjaremos por cuenta propia.
Notas
(2) Corporación Humanas interpone querella por violencia sexual cometida en contra de joven estudiante durante manifestaciones | “Un patrón de abusos contra las mujeres manifestantes”, de @_LaMansaGuman
(3) Taxis dicen NO al acoso callejero | Implementan más seguridad para mujeres en taxis urbanos de Santiago