Este mi relato es una ofrenda a la conciencia
de mis compañeras de viaje en bus,
de mi compañero de viaje
y de quienes me han despedido
en las terminales
Antes del punto y la raya, moverse era lo común. Migrar no era ni un acto para presumir valentía ni una razón para la cursilería. Sólo tras la constitución de los estados-naciones, las fronteras, los pasaportes y visados se hicieron la norma. Quedamos así supeditados a los límites impuestos por las burguesías que se suceden en el poder y atendemos a ellos en nombre del escudo, la bandera, el himno o cualquier iconografía nacionalista promovida desde la escuela. Cantamos y lloramos una ficción nacional. Fuimos hijos de la tierra. Somos hijos del papel sellado.
Decidí partir. Por muchas razones partimos.
'Partimos para ver el otro lado de la aurora', canta el poeta árabe.
No planifiqué convertirme en migrante. Y sin embargo los eventos se sucedieron de modo que me vi con mi mochila y una almohada en la terminal de Rutas de América, en Caracas. A mi alrededor, hombres y mujeres, trabajadores todos, alistaban los últimos detalles para su embarque, besaban a quienes dejaban en la vorágine caraqueña y lloraban una partida tal vez definitiva a sus lugares de origen. La Venezuela de Chávez, que en un principio acogió tan bien a todo 'hermano latinoamericano' ya no anda tan bondadosa (ni con el propio ni) con el foráneo, ni siquiera con el que gusta del 'turismo revolucionario'. Por eso el hombre que va sentado a mi derecha se regresa a su Perú natal tras 20 años de trabajo en Venezuela. Siente que ya no puede estirar su salario de obrero para mantenerse y dar apoyo a la mujer y los hijos que deja. “Yo los mando a buscar en lo que me instale”, se promete en voz leve.
A mi izquierda viaja un hombre venezolano que irá a Quito -de paso- por razones que no alcanza a explicarme con certeza. Es un hombre de unos cincuenta y cinco años y me explica desde “el mérito de mi formación como ingeniero”, todo el descalabro de la industria eléctrica nacional. “La culpa es del chavismo -sentencia- que no atiende al principio de la meritocracia”. Mi ignorancia en lo que a la historia de la industria eléctrica se refiere es mucho mayor que yo, pero no desconozco los muchos casos de corrupción protagonizados y avalados por el chavismo que dieron al traste con diversas empresas e iniciativas colectivas. Pienso que el viaje promete ser largo y no quisiera lidiar con los efectos de un conflictivo debate sobre la meritocracia y su carácter principal a toda desigualdad social. Así que opto por escuchar sus razones y contener las líneas de expresión en mi rostro. El chavismo nos robó la razón a todos, en un momento u otro, en mayor o menor grado. ¿Quién puede afirmar que salió ileso del chavismo?
La guardia nacional bolivariana hizo bajar del bus a una mujer joven con documentos colombianos. Su 'falta' era no portar la tarjeta de vacunación, eso le argumentaron. Sin embargo, cuando la mujer volvió al bus y los pasajeros indagaron la causa del retraso que a todos nos afectaba, ella contestó: “Nada, que soy colombiana. Me habrán visto cara de guerrillera”. Esa misma muchacha nos contó que su infancia fue testigo de los horrores del desplazamiento. Tanto el ejército como la guerrilla llegaban a los pueblos sirviéndose de lo que estos producían, desde las legumbres hasta los hijos. Venezuela también expulsa a 'la hermana Colombia' entre eufóricos alaridos de xenofobia institucionalizada. ¿El Orinoco y el Magdalena se abrazarán entre canciones de selvas?
El señor Manuel pertenece a la flota Rutas de América. Por lo bajo, achicando el tono segundos antes festivo, este hombre nos cuenta-confiesa que sólo una vez en muchos años de viaje, la guerrilla colombiana detuvo un bus en tránsito por el 'atajo' que tomaba la empresa. “Nos bajaron a todos, nos dieron una charla y, rifle en mano, nos pidieron una colaboración voluntaria.” Quien ha sido tocado por las 'sutilezas' del autoritarismo, suele contarlo siempre en voz muy baja. Pero un día la palabra romperá nubes.
Antes de cruzar la frontera Colombia-Ecuador, sentí descender la sangre de mi útero. Fui al baño del puesto migratorio colombiano, pero la mujer que vendía papel higiénico frente al lugar me impidió la entrada. “No tengo dinero, pero necesito el baño con urgencia”, le dije sinceramente. Ella se atravesó en la puerta y me dijo: “Acá las cosas no son así. Si no paga, no entra”. “¿Y es que no es este un baño público?”, le repuse. “Es público, pero no gratuito”. Me sangró hasta la conciencia de clase. Llegué a Ecuador partida por la mitad.
“Últimamente vienen muchos compatriotas suyos. Por ese tema de las divisas”, me dice sonriente el dueño del hostel quiteño en el que decidí pasar la noche. Supongo que querrá saber si vengo por las mismas razones. Supongo que querrá ofrecerme algún lugar idóneo para 'raspar cupo'. Sólo entonces y como reacción defensiva de lo que tontamente considero íntegro, verbalizo mi verdad sin dolor alguno: Yo estoy emigrando.
El taxista que me llevó hasta la terminal de Quitumbe me habló del sueño integrador de Bolívar y dijo que le dolía mucho la situación de Venezuela, que era el momento justo para demostrar 'solidaridad latinoamericana'. “Los venezolanos acá son bienvenidos” dijo y dibujó para mí los más gratos panoramas que su imaginación pudiera brindar, “por si usted, mija, quisiera instalarse acá”. Si todos los discursos usaron la vocación solidaria de los pueblos para elevar al mismo tiempo promesas y traiciones, ¿cuántas otras vueltas dará la noria? ¿No será acaso el momento justo para comenzar a descreer para crear? ¿La solidaridad de los pueblos puede estar en consonancia con los intereses de las burguesías que nos gobiernan? Que ningún discurso 'latinoamericanista' nos estafe de vuelta. La integración que quieren los de arriba se llama IIRSA y a nosotros nos basta con sabernos hijos de un mismo despojo. Yo abracé la inocencia de Vinicio, el taxista quiteño, pero supe que ella no nos salvaría.
En el bus que parte de Lima hay una clara mayoría de migrantes colombianos. Entre ellos destaca una pareja de recién casados. Tienen la piel tan negra y brillante como el azabache y se les nota en constante nerviosismo. Una amiga de ellos se acerca a mí para conversar y no puede evitar hacer referencia a los jóvenes: “Tienen miedo de que no los dejen pasar. ¿Te has fijado cómo los miran?” Y sí, aquel par lograba arrastrar consigo las miradas de quienes poca negrura han visto en sus playas. La amiga colombiana, trabajadora de una empresa de diseño gráfico, me habló con dolor del racismo vivido en la región chilena: “Creen que una emigra porque se está muriendo de hambre y quieren tratarnos como a putas.” Entonces sentí que había cuota de exageración en aquella dolorosa exclamación. Luego me asomé a un 'Café con piernas', escuché hablar de 'las culombianas que colman las noches de Santiago', miré las crónicas del fútbol Venezuela Vs Colombia en la televisión pública chilena (Se trataba de medir qué cuerpos se ajustaban mejor al estereotipo aceptado, si el de las mujeres venezolanas o el de las colombianas) y constaté la asquerosa estereotipación de la mujer caribeña en el sur. Un racismo que sumado al sexismo, multiplica el hedor.
La mujer alta y delgada que trabaja de camarera regresa a Chile con los dos hijos que ocho meses atrás había dejado a cargo de la abuela en Colombia. Ahora que ha logrado estabilizarse, vuelve a ser la cuidadora de los suyos. En la mirada que deja reposar sobre sus niños hay algo de asombro conjugado con mucha ternura. A su niña le está cambiando el cuerpo y ya la escualidez empieza a cobrar redondeces. Y a su niño le cuesta serenar la angustia de un viaje tan largo. Además los agobia el mareo y el dolor de panza. Les ofrezco una manzana y la sonrisa es breve, de justa cortesía, como las palabras reverenciales de aquella tonada vecina.
Mientras pasábamos la costa peruana, una de mis compañeras de viaje verbalizó mi justo pensamiento: “¡Qué mar tan feo!” Juzgábamos así, con nuestros ojos caribe, las aguas que nos dieron a probar el más delicioso ceviche. Nadie es inmune al terruño. Ahora descendíamos del bus y quizá de tácito y común acuerdo ninguna se animaba a mirar el cielo para evitarnos el juicio. Sería el cielo de Santiago nuestro nuevo cobijo, con sus grises y sus chisgarabíses. Tendríamos, como la Violeta, que elevar un canto a la diferencia.