En abril del año 2021, cuando aún lidiábamos con la dura sobrevivencia pandémica, fue aprobada la ley 21.325, la nueva ley de migración y extranjería. El resultado más inmediato que pudimos testificar fue la presencia de decenas de personas en un limbo entre las fronteras de Bolivia y Chile, pues la nueva ley chilena supuso un portazo en las narices y un proceso de reconducción que dejó en evidencia y por lo bajo, que aquella ley no fue hecha para resguardar los derechos de las personas migrantes, sino que se ajustó de forma racista a las necesidades del desarrollo capitalista. Y es que la puesta en marcha de la nueva ley propició aún más la inmigración considerada “irregular” por el Estado, lo que a su vez ha implicado sumar a cientos de miles de inmigrantes a una explotación con peores salarios y menos derechos de los que cuentan quienes poseen un RUT y permiso laboral. Es decir, este marco legal brindó todo lo que necesita la clase dominante para acumular más capital y a su vez profundizar la división entre los oprimidos. Una división sin dudas apuntalada por la propaganda nacionalista que canalizan los medios de comunicación. A través de estos últimos, el inmigrante ya no es expuesto como un “aporte multicultural” sino como un enemigo interno al cual hay que reprimir y expulsar.
No obstante, y curiosamente, al tiempo que a los inmigrantes se les criminaliza bajo estereotipos totalizantes, poderosas empresas del retail, a diferencia de algunos años atrás, no dudan en explotar a través de agencias subcontratistas a inmigrantes sin papeles, pagando sueldos equivalentes al part-time pero extendiendo la jornada laboral a ocho, doce y más horas. Hecha la ley, dictada la trampa. No habrá jornada de 40 horas para quien no tiene papeles en este país en donde al forastero sí que saben querer y abrazar.
Que la nueva ley de migraciones resultó una trampa ha sido señalado incluso por los mismos que la promovieron, es decir, por los académicos chilenos de vocación promigrante y por la tecnocracia importada que ocupa puestos de representación de las comunidades inmigrantes en Chile. Pero que los mismos que sentaron la demanda de una nueva ley hoy acusen su no pertinencia nos debe conducir a reflexiones mayores sobre el rol que cumplen las leyes en determinados contextos sociales y sobre el papel de la representatividad como un mecanismo de suplantación servil ante los intereses de los Estados.
En un contexto global de cierre de fronteras, cuando hemos podido testificar el endurecimiento de leyes migratorias en todo el mundo y especialmente en Europa, al progresismo chileno se le ocurrió la brillante idea de exigir una nueva ley de migraciones para dar solución a lo que entonces era sólo un problema burocrático: el retraso administrativo de los visados que estaban otorgándose con mayor o menor dificultad. El resultado al día de hoy es más complejo aún: Chile ha cerrado sus puertas para los pueblos vecinos que buscan subsistencia y refugio en su territorio; la cantidad de habitantes sin papeles y sin derechos laborales se ha incrementado y esta mano de obra precarizada se ve sometida a una sobreexplotación con sueldos miserables por jornadas extenuantes. Ante este panorama, los académicos promigrantes siguen dictando sus costosos diplomados sobre racismo y migración. Y quienes dijeron representar a las comunidades migrantes, se dedicaron a vivir desde el silencio, la sonrisa y los fondos concursables.
Aunado a estas medidas estatales, el discurso racista se fortalece y multiplica desde la institucionalidad a través de personeros de gobierno que son capaces de referirse al tema migratorio como indisoluble del tema delincuencial. Y en este sentido, todos los espectros políticos abrazados al nacionalismo ejercen similares discursos y prácticas racistas. Es un mito de los sectores progresistas el acusar la existencia de discursos racistas sólo en el ala derecha del espectro político. Desde tendencias como el PC-AP, desde donde se reivindican posiciones antiimperialistas y antifascistas, plegados sin embargo al gobierno milico y autocrático de Nicolás Maduro, no han faltado nunca agresiones contra las comunidades de venezolanos inmigrantes. De hecho, durante un tiempo estuvieron asistiendo a la embajada de este país para procurar provocaciones que no pocas veces derivaron en confrontaciones verbales y físicas con quienes allí hacían largas filas para gestionar documentaciones. Esas situaciones, no fueron desaprovechadas por sectores de ultraderecha, quienes acudieron a su vez para dirigir entre los inmigrantes cánticos anticomunistas que atentaban contra la memoria de todos los represaliados y asesinados por la dictadura de Augusto Pinochet. Que sectores partidistas hayan empleado a algunos inmigrantes venezolanos como un objeto en disputa para alentar confrontaciones entre dos extremos del espectro ideológico chileno, situación que fue incluso televisada, dio pie al mote de “venezofacho” que en sectores populares por donde transita el despojado, va siendo de uso corriente y constituye una agresión xenófoba con la que muchos inmigrantes venezolanos deben lidiar.
Los discursos racistas que cobran auge entre las clases oprimidas de esta región legitiman a su vez una nueva realidad: El gatillo fácil instaurado a partir de la aprobación de la ley Naín Retamal apunta sus disparos y sospechas sobre los cuerpos racializados sin distingo de nacionalidades. No obstante, resulta evidente que se ha incrementado la cifra de inmigrantes represaliados y/o asesinados y son escasas las voces que se alzan para denunciar o protestar. Sólo algunos canales de información a través de redes sociales, administrados por inmigrantes, van haciendo visible un registro de estos casos que no son televisados. Y es que ningún abrazo a la diferencia brinda la sociedad chilena decidida a replicar los discursos de odio que dictan los poderosos con la intención de dividir a los oprimidos.
La condición inmigrante supone haber vivido el despojo de recursos, el sostenerse única y exclusivamente a través de la fuerza de la mano de obra propia. Esto difiere de la realidad de extranjeros que logran asentarse en un país gracias al traslado de sus capitales o a la incorporación a instituciones y estructuras de poder imperantes. Comprender esto es fundamental para que consignas orientadas a invisibilizar estas diferencias, no tengan cabida en el imaginario social. No podemos permitirnos forjar relaciones de semejanza entre inmigrantes despojados y extranjeros acumuladores. Y por mucho que nos cueste, también debemos comprender las diferencias entre esta clase despojada que somos los inmigrantes y la clase obrera chilena. Porque el Estado chileno y su marco jurídico, no garantiza los mismos derechos para todos. Los trabajadores inmigrantes estamos hoy acorralados por el Estado chileno.
Quienes desde nuestra condición de inmigrantes hemos hecho intentos por organizarnos desde las clases oprimidas en esta región, sabemos certeramente que lo primero a lo que se debe hacer frente es al prejuicio xenófobo que pesa sobre nosotros. Debemos “convencer” a quienes se deciden a escucharnos, que no somos fachos, que la nuestra no es una experiencia de aspiraciones consumistas frustradas en contexto comunista, sino una experiencia de aspiraciones libertarias truncadas por gobiernos militaristas. Que el nuestro no es un mero despecho anticomunista sino un profundo descreimiento político. Y aún así, aunque logremos convencer a veces, va siendo difícil que nos hagamos bien acompañar.
Hasta el momento, la persona migrante sigue siendo vista por sectores progresistas como un objeto de estudio y jamás como un otro con el cual organizarse. Este paternalismo e instrumentalización lo aprendieron en las universidades y lo replican hasta en los espacios que se pretenden más liberados. Será necesario desterrar a las instituciones y sus discursos racistas y xenófobos para que nuestras prácticas al margen de ellas puedan desembarazarse de toda lógica autoritaria destinada a separarnos en función de cualquier diferencia. Será necesario asumir nuestras diferencias como un motor del aprendizaje, de la construcción colectiva y del deseo por comprendernos en un nosotros auténticamente íntegro. De otro modo, habrá triunfado la ficción militar que, dibujada con puntos y rayas en los mapas, separa nuestros anhelos de la más plena libertad social.